jueves, 28 de junio de 2007

JACK LONDON Colmillo Blanco

Escritor estadounidense que combina en su obra el más profundo realismo con los sentimientos humanitarios y el pesimismo. John Griffith London nació en San Francisco hijo de un astrólogo ambulante, al que no conoció, y de una espiritista que se casó con Yack London meses después del nacimiento de su hijo. Completó sus estudios de bachillerato mientras realizaba diversos trabajos. En 1897 y 1898 viajó a Alaska, empujado por la corriente de la fiebre del oro. Antes había sido marino, pescador, e incluso contrabandista. De regreso a San Francisco comenzó a relatar sus experiencias. En 1900 publicó una colección de relatos titulada El hijo del lobo que le proporcionó un gran éxito popular. Publicó más de 50 libros que le supusieron grandes ingresos pero que dilapidó en viajes y alcohol. Fue corresponsal de guerra y vivió dos matrimonios tormentosos. Se suicidó a la edad de 40 años. De ideas socialistas y siempre del lado de los trabajadores, London fue militante comunista e incluso agitador político. Pero, autodidacta como era, las lecturas del filósofo alemán Nietzsche le llevaron a formular que el individuo debe alzarse frente a las masas y las adversidades. Esta contradicción individualidad-colectividad está presente en su obra. Su tesis general es la de que el ser humano no es bueno por naturaleza, y sólo los fuertes consiguen alzarse en la vida que es dura; estos seres serán los que pongan los cimientos para una sociedad más justa. Muchos de sus relatos, entre los que destaca su obra maestra, La llamada de la selva (1903), hablan de la vuelta de un ser civilizado a su estado primitivo, y la lucha por la supervivencia. Su estilo, brutal, vivo y apasionante, le hizo enormemente famoso fuera de su país. Sus novelas se han traducido a numerosas lenguas. Entre sus principales obras cabe mencionar Los de abajo (1903), sobre la vida de los pobres en Londres; El lobo de mar (1904), una novela basada en sus experiencias como cazador de focas; Colmillo blanco (1906) un libro pesimista sobre la crueldad, la hegemonía de los más fuertes y la lucha por la libertad. John Barleycorn (1913), un relato autobiográfico sobre su batalla personal contra el alcoholismo, y El vagabundo de las estrellas (1915), una serie de historias relacionadas entre sí sobre el tema de la reencarnación.

Colmillo Blanco

PRIMERA PARTE

LO SALVAJE

I

La pista de la carne

Aun lado y a otro del helado cauce se erguía un oscuro bosque de abetos de ceñudo aspecto. Hacía poco que el viento había despojado a los árboles de la capa de hielo que los cubría y, en medio de la escasa claridad, que se iba debilitando por momentos, parecían inclinarse unos ha­cia otros, negros y siniestros. Reinaba un profundo silencio en toda la vasta extensión de aquella tierra. Era la desolación misma, sin vida, sin movimiento, tan solitaria y fría que ni siquiera bastaría decir, para describirla, que su esencia era la tristeza. En ella había sus asomos de risa; pero de una risa más terrible que todas las tristezas..., una risa sin alegría, como el sonreír de una esfinge, tan fría como el hielo y con algo de la severa dureza de lo infalible. Era la magistral e inefable sabiduría de la eternidad riéndose de lo fútil de la vida y del esfuerzo que supone. Era el bárbaro y salvaje desierto, aquel desierto de corazón helado, propio de los países del norte.

Pero, a pesar de todo, allí había vida; lo que significaba, sin duda, todo un reto. Por la pendiente del helado cauce bajaba penosamente una hilera de perros que parecían más bien lobos. La escarcha cubría un hirsuto* pelaje. El aliento se les helaba en el aire en cuanto salía de su boca, era des­pedido hacia atrás en vaporosa espuma hasta posarse en sus pies, en donde se cristalizaba. Los perros llevaban sendos jae­ces* de cuerpo, como tirantes, que los mantenían unidos a un trineo que arrastraban. El vehículo, especie de narria*, había sido construido de recias cortezas de abedul, carecía de cuchillas o patines, y toda su superficie inferior descansaba sobre la nieve. La parte delantera del trineo estaba vuelta hacia arri­ba, a fin de que pudiera penetrar por la gran ola de nieve blanda que le dificultaba el paso. Atada fuertemente sobre el trineo, se veía una caja estrecha y larga, rectangular. Había también otros objetos: mantas, una gran hacha, una cafetera y una sartén; pero lo que ocupaba la mayor parte del sitio disponible, destacándose sobre todo lo demás, era la caja es­trecha y larga, de forma rectangular.

Delante de los perros, calzando anchos y blandos zapatos de pelo para la nieve, avanzaba trabajosamente un hombre. Detrás del trineo iba otro. Dentro, en la caja, iba un tercero para quien todo esfuerzo había ya terminado: una víctima de aquel salvaje desierto, un vencido que no se movería ni lu­charía ya más, aplastado, aniquilado por él. Al desierto no suele gustarle el movimiento. Toma como una ofensa la vida, porque vida es movimiento, y él tiende siempre a destruirlo. Hiela el agua para no dejarla correr hacia el mar; les roba la savia a los árboles - hasta helarles el potente corazón; y con mayor ferocidad, y por más terrible modo aún, anonada y obliga a someterse al hombre. Al hombre, que es lo más in­quieto que la vida ofrece, siempre en rebelión, justamente en contra de la idea de que todo movimiento acaba con la ce­sación del mismo.

Pero allí, al frente de la zaga, como escolta, audaces, in­domables, caminaban trabajosamente los dos hombres que no habían muerto aún. Pieles y cueros blandos cubrían sus cuerpos. Tenían pestañas, mejillas y labios tan cubiertos de cris­tales de hielo, producidos por su helada respiración, que era imposible distinguirles la cara. Esto les daba el aspecto de enmascarados duendes, de enterradores de un mundo de es­pectros en el entierro de uno de los suyos. Pero, pese a las apariencias, eran hombres que penetraban en la tierra donde todo es desolación, mofa sarcástica y silencio; aventureros no­vatos enfrascados en una colosal empresa. Se introducían a viva fuerza en un mundo poderosísimo, tan remoto, tan ajeno a ellos y tan sin pulso como las profundidades del espacio. Avanzaban sin hablar, economizando el aliento para man­tener las funciones del cuerpo. Por todos lados reinaba el si­lencio, casi podían palpar su presencia. Afectaba su mente como las innumerables atmósferas que pesan sobre el buzo, en lo hondo de las aguas, afectan su cuerpo. Los aplastaba materialmente bajo la pesadumbre de la extensión sin fin, de inexorables fallos. Los anonadaba hasta reducirlos al último rincón de su mente, prensada para que de ella se escurrieran, como de los racimos el zumo, todo el falso ardor, la exaltación y las indebidas presunciones del alma humana; hasta lograr que se sintieran muy limitados e insignificantes, unas simples manchitas, unos átomos, moviéndose con débil maña y escasa discreción en el drama externo e interno de los ciegos y enor­mes elementos y fuerzas naturales. Pasó una hora y luego otra. Menguaba, cada vez más rápidamente, la pálida luz del día, corto y sin sol, cuando en medio del aire en reposo resonó un grito débil y lejano. Se remontó primero con rápido im­pulso hasta llegar a la nota más alta, donde se afirmó vibrante para ir bajando después lentamente hasta dejar de oírse. Aque­llo hubiera podido ser el lamento de un alma en pena, de no haber en el triste grito cierta ferocidad, cierta hambrienta ve­hemencia. El hombre que iba al frente del trineo volvió la cabeza y cruzó la mirada con el que iba detrás. Por encima de la estrecha caja rectangular, ambos cambiaron una señal de asentimiento.

Entonces se oyó un segundo grito que pareció elevarse en el aire perforando aquel silencio con la sutil penetración de una aguja. Los dos hombres comprendieron de dónde partía el sonido. Venía de allá atrás, de algún sitio en la nevada extensión que acababan de atravesar. Un tercer grito, contes­tación a los anteriores, resonó también en la misma dirección, pero más a la izquierda del segundo.

-Nos persiguen, Bill -dijo el hombre que iba delante del vehículo.

Su voz sonó ronca, como algo que no parecía humano, y era evidente el esfuerzo que realizó para hablar.

-La carne escasea -contestó su compañero-. Desde hace días no he visto ni un rastro de conejo.

No dijeron nada más, aunque siguieron con el oído atento a los gritos de caza que continuaban resonando allá lejos, a su espalda.

Como había oscurecido ya por completo, desviaron los perros hacia un grupo de abetos al borde del cauce, y allí acamparon. El ataúd, colocado junto al fuego, servía de asien­to y de mesa. Los perros lobo, agrupados al otro lado de la hoguera, gruñían y se peleaban, pero sin mostrar el menor deseo de perderse entre la oscuridad.

-Me parece, Henry, que es digno de tomar en cuenta eso de que se hayan quedado tan cerca de nosotros -comentó Bill.

Henry, en cuclillas junto a la lumbre y apoyando la ca­fetera con un pedazo de hielo, asintió con la cabeza. No aña­dió una palabra hasta que se sentó sobre el ataúd y empezó a comer.

-Saben que si se apartan, pueden acabar sin su pellejo -contestó entonces-. Prefieren comer de lo nuestro a ser comidos. Ya saben ellos lo que hacen, ya.

Bill movió dubitativamente la cabeza y objetó:

-¡Oh, no sé! ¡No sé!

Su compañero lo miró con aire de curiosidad.

-Esta es la primera vez que te oigo dudar de su instinto.

-Henry -replicó el otro, mascando obstinadamente las habas que comía-, ¿te has fijado, por casualidad, en el modo que se revolvían los perros cuando les daba yo la comida?

-Sí, alborotaban más que de costumbre -contestó el interpelado.

-¿Cuántos perros tenemos, Henry?

-Seis.

-Bueno, Henry... -Bill se interrumpió un momento, como para dar mayor fuerza y énfasis a sus palabras-. Como íbamos diciendo, Henry, tenemos seis perros. Seis pescados saqué yo del saco. Le fui dando uno a cada perro, pero al llegar al último, no me quedaba ya pescado para él.

-Es que contaste mal.

-Seis perros tenemos -insistió el otro tranquilamente-. Seis eran los pescados que yo saqué. Oreja Cortada se quedó sin el suyo. Volví al saco, cogí otro y se lo di.

-Pues no tenemos más que seis perros.

-Henry -continuó Bill como si tal cosa-, no diré yo que fueran todos perros; pero eran siete los que engulleron los pescados.

Henry dejó de comer para echar una mirada por encima de la lumbre y contar los perros.

-Lo que es ahora, no hay más que seis -dijo.

-Yo vi al otro huir a través de la nieve -anunció Bill fríamente, pero con toda seguridad-. Yo vi siete.

Henry lo miró con lástima, diciéndole:

-¡Lo que yo me voy a alegrar cuando hayamos llegado al fin de este viaje...!

-¿Qué quieres decir con eso? -preguntó Bill.

-Pues quise decir que esta carga que llevamos te ha pues­to ya tan nervioso que empiezas a ver visiones.

-También a mí se me ocurrió la idea -contestó grave­mente Bill-. Y por eso, cuando lo vi correr por la nieve, me acerqué y observé las huellas. Entonces conté los perros y aún había seis. En la nieve han quedado todavía las pisadas. ¿Quie­res verlas? Yo te las enseñaré.

Henry no contestó y siguió mascando en silencio, hasta que, terminada la comida, tomó una taza de café. Se secó la boca con el dorso de la mano y dijo:

-Pues entonces, tú crees que era... -un prolongado au­llido, tan feroz como triste y que partía de aquellas tenebrosas profundidades, vino a interrumpirle. Lo escuchó un momento y luego terminó la frase diciendo-: Uno de esos -al tiempo que acompañaba las palabras con un movimiento de la mano, señalando al sitio de donde el aullido provenía.

Bill asintió con la cabeza.

Yo me inclinaría a creer esto antes que otra cosa -in­dicó-. Tú mismo observaste la barahúnda que armaron los perros.

Como un aullido sucedía a otro, el silencio de antes se había convertido en un vocerío de casa de locos. De todas partes se elevaban los gritos, y de tal modo impresionó aquello a los perros, que se apretaban, aterrorizados, unos contra otros, tan cerca de la lumbre que el pelo se les chamuscaba. Bill echó algo más de leña al fuego antes de encender la pipa.

-Me parece que no las tienes todas contigo -observó su compañero.

-Henry... -y aquí le dio Bill una chupada a la pipa, muy meditabundo, antes de seguir adelante-. Henry, estaba pensando en la condenada suerte que ha tenido ese y no lle­garemos nunca a tener nosotros -al decirlo, señalaba con el pulgar al que iba en el ataúd que les servía de asiento-. Lo que es cuando tú y yo nos muramos, Henry, podremos darnos por satisfechos con que haya bastantes piedras sobre nuestro esqueleto para evitar que los perros nos desentierren.

-Pero es que nosotros no tenemos familia ni dinero y demás, como tiene él -objetó Henry--. Estos entierros a larga distancia son un lujo que ni tú ni yo podemos pagar, verdaderamente.

-Lo que no me cabe a mí en la cabeza, Henry, es que a un muchacho como ese, que era lord o cosa por el estilo en su país, y que nunca tuvo que preocuparse de provisiones, ni de mantas, ni de todas esas cosas, se le antojara venir a estas malditas tierras que son el fin del mundo... Eso es lo que no acabo de comprender.

-Y que si hubiera sabido quedarse en casa, bien podía haberse muerto de puro viejo -contestó Henry, compartien­do la opinión del otro.

Bill abrió la boca para hablar, pero se quedó sin hacerlo. En vez de ello, señaló hacia aquel espeso muro de sombras que parecía oprimirlos por todos lados. No se distinguía en la profunda oscuridad ninguna forma, pero sí un par de ojos que relucían como ascuas. Pronto, Henry indicó con un mo­vimiento de la cabeza un segundo par, y luego un tercero. En torno al campamento se había ido formando un círculo de relucientes ojos.

De vez en cuando, uno de aquellos se movía, o bien de­saparecía para volver a aparecer después.

La intranquilidad de los perros había ido en aumento y huían, presa de repentino terror, hacia el lado del fuego donde estaban los hombres, entre cuyas piernas se arrastraban. En medio del tumulto, uno de los perros cayó rodando al borde mismo de la hoguera, aullando de dolor y de miedo, mientras el aire olía a pelo quemado. El barullo hizo que el círculo de ojos se moviera con inquietud durante un momento y que se retirara algo; pero volvió a la misma posición de antes en cuanto los perros se apaciguaron.

-Henry, ¡qué desgracia que tengamos tan pocas muni­ciones!

Bill había acabado de fumar su pipa y estaba ayudando a su compañero a tender las pieles y las mantas sobre las ramas de abeto que habían esparcido en la nieve antes de cenar. Henry gruñó y comenzó a desatarse los peludos zapatos.

-¿Cuántos cartuchos dijiste que te quedaban?

-Tres -fue la contestación-. Y ojalá fueran trescientos. Entonces verían esos condenados para qué me iban a servir.

Amenazó con el puño y lleno de coraje a aquellos ojos que brillaban en la oscuridad y comenzó a acercar con cuidado a la lumbre sus zapatos para que se secaran.

-Lo que yo quisiera es que esta racha de frío se acabara -continuó-. Llevamos ya dos semanas de estar a veinte gra­dos bajo cero. Y lo que también quisiera es no haber emprendido nunca este viaje, Henry. Las cosas tienen mal as­pecto. No las tengo todas conmigo, la verdad. Y puesto ya a pedir, lo que desearía es que hubiéramos terminado de una vez con todo esto, y estuviésemos ya sentados tú y yo junto al fuego en Fuerte Macgurry, jugando a las cartas: eso es lo que yo quisiera.

Henry volvió a contestar con un gruñido y se arrastró para acostarse. Dormitaba ya cuando le despertó la voz de su com­pañero.

-Oye, Henry: a aquel otro que se acercó y cogió el pes­cado, ¿por qué no se le echaron encima los perros? Eso me está atormentando la cabeza.

-Sí, y demasiado dura ya la manía, Bill -contestó el otro medio dormido-. Nunca te vi de este modo. Hazme el favor de callar y duerme, que cuando llegue la mañana te habrá ya pasado todo. Es que estás mal del estómago: eso es lo que tienes.

Los dos hombres se durmieron, respirando pesadamente, uno al lado del otro y cubiertos con los mismos abrigos. El fuego de la hoguera fue amortiguándose y el círculo de ojos brillantes que la rodeaba se fue cerrando. Los perros se api­ñaron atemorizados, gruñendo de cuando en cuando amenazadoramente, al ver que algún par de aquellos ojos se acercaba demasiado. De pronto, fue tal el ruido que armaron, que Bill se despertó. Salió del lecho cautelosamente, como si no qui­siera despertar a su compañero, y echó más leña al fuego. En cuanto se alzaron las llamas, el círculo de ojos se fue retirando. Miró él, como por casualidad, a los apiñados perros. Se res­tregó los ojos y volvió a mirarlos con mayor atención. Después se arrastró hacia el montón de mantas.

-¡Henry! -llamó-. ¡Henry!

Este lanzó una especie de gemido al despertarse y pre­guntó:

-¿Qué ocurre ahora?

-Nada..., que ya vuelve a haber siete. Acabo de contarlos.

Henry se limitó a manifestar con otro gruñido que que­daba enterado, y al momento, vencido de nuevo por el sueño, roncaba ya.

Quien primero se despertó a la mañana siguiente fue él, que llamó a su compañero para que se levantara. Faltaban tres horas para que se hiciera de día, a pesar de ser ya las seis de la mañana, y en medio de la oscuridad, Henry comenzó a preparar el desayuno, mientras Bill enrollaba las mantas y de­jaba listo el trineo para enganchar.

-Oye, Henry -preguntó de pronto-, ¿cuántos perros dijiste que teníamos?

-Seis.

-Pues no, señor -exclamó triunfalmente Bill.

-¿Otra vez siete?

-No, cinco. Uno ha desaparecido.

-¡Diablos! -gritó furioso Henry, abandonando sus que­haceres para ir a contar los perros.

-Tienes razón, Bill -confesó-. El Gordito se ha mar­chado.

-Se apartó un poco, y ha desaparecido para siempre.

-No es fácil que volvamos a verlo. De fijo que se lo han engullido vivo. Apostaría cualquier cosa a que aún gruñía cuando se lo tragaron. ¡El diablo se los lleve!

-¡Perro tonto! ¡Siempre fue así!

-Pero por tonto que fuera, no debía haberlo sido hasta el punto de ir a suicidarse de ese modo -miró a los demás perros del trineo con ojos escudriñadores que parecieron juzgar en un momento los rasgos más salientes de cada animal-. Apuesto -añadió- a que ninguno de estos haría lo que él ha hecho.

-Ni a garrotazos se apartaban estos de la lumbre -dijo Bill, asintiendo a aquellas palabras-. Siempre me pareció que el Gordito no andaba bien de la cabeza.

Y ese fue el epitafio* que inspiró la muerte de un perro en aquellas tierras del norte...; menos corto, por cierto, que el de no pocos hombres.



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1 comentario:

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