viernes, 17 de agosto de 2007

NATHANIEL HAWTHORNE - EL ENTIERRO DE ROGER MALVIN

Hawthorne, Nathaniel (1804-1864)
Novelista estadounidense. Nació el 4 de julio de 1804, en Salem (Massachussets). Cursó estudios en el Bowdoin College y al acabar se dedicó a la literatura. Al no gozar del reconocimiento del público, intentó destruir todas las copias de su novela Fanshawe (1828), cuya edición costeó. Además escribía artículos y cuentos breves para periódicos. Algunos de estos cuentos se recogieron en Historias dos veces contadas (1837). Cuentan que iba cada día a la biblioteca Athenaeum para investigar y escribir durante unas cuantas horas. En 1839 fue contratado para trabajar como tasador en la Aduana de Boston. Dos años más tarde publicó una serie de apuntes sobre la historia de Nueva Inglaterra, destinada al público infantil, que llevaba como título La silla del abuelo: relatos para los jóvenes (1841). Se une a la sociedad comunal de la Granja Brook, cerca de Boston. Al ser tan duro el trabajo en la granja y no encontrar tiempo para escribir, a los seis meses abandona la comunidad. En 1842 contrae matrimonio con Sophia Amelia Peabody estableciéndose en Concord (Massachussets). Durante los cuatro años siguientes escribió cuentos que, más tarde, fueron publicados bajo el título de Musgos de una vieja rectoría (1846). Entre ellos se encuentran El entierro de Roger Malvin, La hija de Rappacini y El joven Goodman Brown. En 1846, fue supervisor de la Casa de Aduanas de Boston y en 1849 fue despedido, por una reestructuración política. Por entonces ya había comenzado a escribir La letra escarlata (1850), historia sobre una puritana adúltera, Hester Prynne, que, dando muestras de gran lealtad, se niega a revelar el nombre de su amante. Considerada como su obra maestra. En 1850 se radica en Lenox (Massachussets) allí escribió La casa de los siete tejados (1851) y el Libro de las maravillas para chicas y chicos (1852). Durante una corta estancia en West Newton (Massachussets) escribió La estatua de nieve y otros cuentos contados dos veces (1852) y La granja de Blithedale (1852) inspirada en su estancia en la granja Brook. En 1852, regresó a Concord, donde escribió una biografía en compañía de su amigo, el también escritor Franklin Pierce, que llegaría a ser presidente de los Estados Unidos. Tras su elección, recompensó a Hawthorne con el cargo de cónsul en Liverpool. Durante los dos años siguientes, vivió en Italia, tomando anotaciones para El fauno de mármol (1860), obra simbólica. En 1860 regresó a su país. Murió el 19 de mayo de 1864 en Plymouth (New Hampshire) mientras se encontraba de viaje con Pierce, y esta enterrado en Concord.
Publicados póstumamente son sus títulos: Septimius Felton o el elixir de la vida (1872), El romance de Dolliver (1876), El secreto del doctor Grimshawe (1883) y sus Cuadernos americanos (1868), Cuadernos ingleses (1870) y Cuadernos franceses e italianos (1871).

EL ENTIERRO DE ROGER MALVIN

Uno de los pocos sucesos de las guerras contra los indios susceptibles de recibir la luz de luna de lo novelesco, fue la expedición emprendida en defensa de las fronteras en el año de 1725, que terminó con la célebre "batalla de Lovell". La imaginación, si tiene el juicio de dejar en la sombra ciertos incidentes, encuentra mucho que admirar en el heroísmo de la pequeña tropa que combatió en proporción de dos a uno en las entrañas del territorio enemigo. La evidente valentía desplegada por ambos bandos se ajustó a la concepción civilizada del coraje; y los propios anales de la caballería podrían sin bochorno registrar las hazañas de uno o dos individuos. La batalla, fatal para quienes lucharon, no tuvo consecuencias tan infortunadas para el país; pues dispersó las fuerzas de una tribu y condujo a la paz que reinó en los años siguientes. La historia y la tradición son extraordinariamente detalladas en sus recuentos de este suceso; y el capitán de una avanzada de colonizadores adquirió tanta fama militar como los victoriosos caudillos de legiones. Pese al empleo de nombres ficticios, algunos hechos contenidos en las páginas siguientes serán reconocidos por quienes han oído, de labios de los viejos, acerca de la suerte de los pocos combatientes que quedaron en condiciones de replegarse tras la "batalla de Lovell".

*************

Los primeros rayos del sol bañaban con su luz alegre las copas de los árboles, bajo los cuales se habían dejado caer aquella víspera un par de hombres heridos y agotados. Su lecho de hojas secas de roble se esparcía sobre el pequeño espacio llano al pie de una roca, situada cerca de la cima de uno de los suaves promontorios que moldean los contornos de esa parte del país. La mole de granito, que levantaba su lisa superficie unos seis u ocho metros sobre sus cabezas, no dejaba de asemejarse a una enorme lápida, sobre la cual las vetas parecían componer una inscripción en caracteres olvidados. En un trecho de varios acres a la redonda, los robles y otros árboles de madera dura tomaban el lugar de los pinos que poblaban aquella zona. Cerca de nuestros caminantes se erguía un robusto roblecillo.

La grave herida del hombre mayor probablemente lo había privado de sueño, ya que se enderezó penosamente hasta quedar sentado tan pronto dio el primer rayo de sol en la copa del árbol más alto. Las hondas líneas de su rostro y sus cabellos entrecanos denotaban que había pasado de la edad madura; pero su musculatura, salvo por los efectos de la herida, habría sido tan capaz de soportar fatigas como en el vigor temprano de la vida. La debilidad y el agotamiento marcaban ahora sus rasgos; y la mirada desesperanzada que dirigió a las profundidades del bosque probaba su convencimiento de que se aproximaba el fin de su peregrinaje. A continuación volvió los ojos hacia el compañero recostado a su lado. El joven —pues escasamente era un hombre crecido—reposaba con la cabeza sobre el brazo, inmerso en un sueño agitado que a cada momento parecía estar a punto de romperse debido a las punzadas de sus heridas. Con la mano derecha agarraba un mosquete y, a juzgar por la violenta expresión de su semblante, en su sopor volvía a presenciar el conflicto del cual era uno de los pocos sobrevivientes. Un grito—potente y penetrante en el delirio de su sueño—se abrió camino como un murmullo imperfecto entre sus labios y, sobresaltándose hasta de oír el delgado sonido de su propia voz, despertó súbitamente. El primer acto de revivir recuerdos fue preguntar lleno de ansiedad por el estado del compañero herido. Este último sacudió la cabeza.

—Reuben, mi chico—dijo—, la roca a cuya sombra nos sentamos será la lápida de un viejo cazador. Todavía nos faltan leguas y leguas de monte desolado; y de nada me serviría que el humo de mi propia chimenea estuviera al otro lado de aquel cerro. La bala india era más mortífera de lo que yo creía.

—Está cansado por estas tres jornadas—replicó el joven—, y otro poco de descanso lo recuperará. Quédese aquí sentado mientras busco en el bosque las hierbas y raíces que tienen que servirnos de sustento. Cuando hayamos comido se apoyará en mí y enderezaremos nuestras caras rumbo a casa. No dudo que con mi ayuda podrá aguantar hasta algún fuerte fronterizo.

—No me quedan dos días de vida, Reuben—dijo con calma el otro—, y no pienso agobiarte más con mi inútil cuerpo, cuando a duras penas puedes con el tuyo. Tus heridas son hondas y vas con rapidez perdiendo fuerzas. Sin embargo, si te apresuras solo, puedes salvarte. Para mí no hay esperanza. Voy a aguardar la muerte aquí.

—Si ha de ser así, me quedo entonces a cuidarlo —dijo Reuben, resuelto.

—No, hijo mío, no—objetó su compañero—. Deja que el deseo de un moribundo tenga influencia en ti. Dame una vez la mano y ándate. ¿Piensas que aliviará mis últimos momentos la idea de que te abandono a una muerte más lenta? Te he amado como un padre, Reuben; y en una ocasión como ésta debo tener algo de la autoridad de un padre. Te ordeno que te vayas, para poder morir en paz.

—¿Y porque ha sido un padre para mí debo entonces dejarlo que perezca y quede sin enterrar en la espesura?—exclamó el joven—. No. Si es verdad que se acerca su fin, voy a cuidar de usted y voy a recibir sus últimas palabras. Cavaré cerca de esta roca una tumba en la que, si la debilidad me rinde, yaceremos los dos; o, si el cielo me da fuerzas, me abriré camino a casa.

—En las ciudades y dondequiera que residen los hombres —respondió el otro—, entierran a los muertos; los esconden de la vista de los vivos. Pero aquí, donde quizás no va a oírse un paso en cien años, ¿por qué no descansar a cielo abierto, cubierto sólo por las hojas de roble cuando el viento de otoño las esparza? En cuanto a un monumento, aquí está esta roca gris, en la que labraré con mano moribunda el nombre de Roger Malvin; y el caminante en días futuros sabrá que duerme aquí un cazador y un guerrero. No tardes, pues, por este despropósito; y apresúrate, si no por tu bien, por el de la que se sentirá desconsolada.

Malvin pronunció estas últimas palabras con voz quebrada y su efecto sobre el compañero fue más que evidente. Le recordaban que había otros deberes menos cuestionables que compartir la suerte de un hombre a quien de nada beneficiaría con su muerte. Tampoco puede aseverarse que ningún sentimiento egoísta pugnó por penetrar al corazón de Reuben, aunque la conciencia lo hacía resistirse con mayor ahínco a los ruegos de su compañero.

—¡Qué horrible es esperar el lento paso de la muerte en estas soledades! exclamó—. El bravo no se acobarda en la batalla; y, cuando hay amigos alrededor del lecho, incluso una mujer puede morir sin perder el aplomo; pero aquí...

—No voy a amilanarme, ni aun aquí, Reuben Bourne—lo interrumpió Malvin—. No soy un hombre de débil corazón y, si lo fuera, existe un soporte más seguro que el de los amigos terrenales. Eres joven y amas la vida. Vas a necesitar más consuelo que yo en tu lance postrero. Y cuando me hayas depositado en la tierra y estés solo, y la noche descienda sobre el bosque, vas a sentir toda la amargura de mi muerte, que ahora puedes esquivar. Pero no quiero incitar un motivo egoísta en tu naturaleza generosa. Déjame por mi bien, de modo que, tras rezar una oración por tu seguridad, me quede tiempo para rendir cuentas sin que me perturben las penas de este mundo.

—Y su hija, ¿cómo me atreveré a mirarla a los ojos?—inquirió Reuben—. Va a preguntarme por la suerte de su padre, cuya vida juré defender con la mía. ¿Debo decirle que marché con él tres días desde el campo de batalla y que lo abandoné para que pereciera en la espesura? ¿No sería mejor recostarme y morir a su lado que regresar a salvo y contarle esto a Dorcas?

—Dile a mi hija —dijo Roger Malvin— que aunque tú mismo estabas gravemente herido, y débil, y agotado, por varias leguas dirigiste mis pasos vacilantes y que me abandonaste sólo a instancias de mis sinceras súplicas, porque yo no quería que tu sangre me manchara el alma. Dile que fuiste leal en el dolor y en el peligro y que si tu flujo vital hubiera podido salvarme, se habría derramado hasta la última gota. Y dile que serás algo más preciado que un padre, que mi bendición cae sobre ambos y que mis ojos moribundos columbran un camino largo y placentero que habrán de recorrer en compañía.

Mientras hablaba, Malvin casi se levantó; y el vigor de sus palabras finales pareció colmar el bosque agreste y desolado con una visión de felicidad. Pero cuando se desplomó, exhausto, en el lecho de hojarasca, se extinguió la luz que se había encendido en los ojos de Reuben. Este sentía que era pecaminoso y era necio pensar en la felicidad en aquellos momentos. Su compañero observaba cómo cambiaba de expresión y trató, con generosa maña, de inducirlo a su propio bien.

—Tal vez me equivoco respecto al tiempo que tengo por vivir—continuó—. Puede ser que, con pronta ayuda, me recupere de mi herida. Los fugitivos delanteros ya deben de haber llevado noticias del combate fatal a las fronteras y van a enviar partidas de socorro para quienes estamos en estas condiciones. Si te encuentras con una de éstas y los traes aquí, ¿quién quita que pueda sentarme otra vez frente a la chimenea?

Una sonrisa lastimera cruzó el rostro del moribundo al insinuar aquella esperanza infundada; la cual, empero, no dejó de producir efecto en Reuben. Ni el mero egoísmo ni la afligida situación de Dorcas lo habrían impelido a abandonar al compañero en esa coyuntura; pero sus deseos se apresuraron a adoptar la idea de que podía salvarse la vida de Malvin y su temperamento optimista elevó casi hasta ser certeza la remota posibilidad de conseguir ayuda humana.

—Ciertamente hay razones, poderosas razones, para esperar que haya amigos no muy lejos—dijo a media voz—. A las primeras escaramuzas salió huyendo un cobarde, ileso y de seguro a muy buen paso. Todo hombre recto en las fronteras se terciaría el mosquete al oír la noticia; y, aunque ningún grupo va a adentrarse tanto en los bosques, tal vez me los encuentre a un día de camino.

—Aconséjeme con sinceridad—dijo, dirigiéndose a Malvin, dudoso de sus propios motivos—. ¿Si se encontrara en mi lugar, me abandonaría mientras hubiera vida?

—Hace ya veinte años—replicó Roger Malvin suspirando, pues era consciente de la gran diferencia entre ambos casos—, hace veinte años que escapé junto con un amigo del cautiverio de los indios cerca de Montreal. Caminamos muchos días por el bosque hasta que al fin, rendido por el hambre y el cansancio, mi amigo se echó al suelo y me rogó que lo dejara, pues sabía que si yo me quedaba ambos pereceríamos. Y, con pocas esperanzas de obtener socorro, hice una almohada de hojas secas bajo su cabeza y partí apretando el paso.

—¿Y volvió a tiempo para salvarlo?—preguntó Reuben, pendiente de las palabras de Malvin como si fueran a profetizarle éxito.

—Sí —respondió el otro—. Llegué al campamento de unos cazadores antes del anochecer de ese mismo día. Los conduje al lugar donde mi camarada esperaba la muerte; y ahora vive sano y vigoroso en su granja, en tierras colonizadas, mientras yo estoy herido aquí en las profundidades del territorio inexplorado.

Este ejemplo, de mucho peso sobre la decisión de Reuben, venía robustecido, sin que él lo supiera, por la fuerza oculta de muchos otros motivos. Roger Malvin se daba cuenta de que estaba a punto de obtener la victoria.

—Ahora vete, hijo mío, y que el cielo te ayude —dijo—. No te regreses con tus compañeros cuando te los encuentres, sino que manda aquí a tres o cuatro que estén disponibles para buscarme; y créeme, Reuben, mi corazón estará más alegre con cada paso que des con dirección a casa.

Pero se dio, tal vez, un cambio en su expresión y en su voz mientras decía esto; puesto que, después de todo, era un sino espantoso quedarse agonizando en la espesura.

Reuben Bourne, apenas medio convencido de estar obrando correctamente, se levantó por fin y se dispuso a partir. Pero antes, contra la voluntad de Malvin, recogió una provisión de hierbas y raíces, lo único que habían comido en los dos últimos días.

Colocó estas inútiles raciones al alcance del moribundo, para quien igualmente apiló un lecho de hojas secas de roble. Luego, subiendo a la cima de la roca, que por un lado era áspera y escabrosa, arqueó el roblecillo y amarró su pañuelo de la rama más alta. Tal precaución no era innecesaria para guiar a quien viniera en busca de Malvin, pues ningún flanco de la roca, excepto el amplio y liso frente, se podía ver desde cierta distancia debido a la tupida broza del bosque. El pañuelo había servido para vendar una herida en el brazo de Reuben. Cuando lo ató al árbol juró por la sangre que lo manchaba que iba a regresar, bien a salvar la vida de su compañero, bien a depositar su cadáver en la tumba. Bajó después y esperó cabizbajo las palabras de despedida de Malvin.

La veteranía de este último le dictó prolijos consejos acerca del viaje del joven por el bosque no hollado. Hablaba sobre el tema con calmosa seriedad, como si enviara a Reuben al combate o de caza mientras él se quedaba en la seguridad del hogar, y no como si el rostro humano que pronto iba a desampararlo fuera el último que jamás contemplara. Pero antes de terminar flaqueó su entereza.

—Lleva mi bendición a Dorcas y dile que mi última oración será por ella y por ti. Pídele que no guarde aversión porque me dejaste, pues la vida no te habría pesado si con su sacrificio me hubieras hecho un bien. Se casará contigo después de haber llorado un rato por su padre. ¡Que el cielo les conceda largos años felices y que los hijos de sus hijos estén al pie de su lecho mortuorio! Y, Reuben—añadió, mientras por fin se abría paso el desaliento de la mortalidad—, regresa, cuando hayan sanado tus heridas y otra vez tengas bríos, regresa a esta roca agreste, entierra mis huesos en una sepultura y reza una oración por ellos.

Los colonos de aquellas fronteras guardaban un respeto casi supersticioso por los ritos de entierro, proveniente tal vez de las costumbres de los indios, que guerreaban con los muertos igual que con los vivos. Y hay muchos casos de sacrificio de la vida en un intento por sepultar a quienes habían sido derribados por la "espada de la selva". Reuben, por tanto, reconocía la enorme importancia de la promesa que con toda solemnidad hizo de regresar y efectuar las exequias de Roger Malvin. Era patente que este último, al expresarse de todo corazón en el adiós, ya ni siquiera trataba de convencer al joven de que la ayuda más rápida serviría para preservar su vida. Reuben sabía en su fuero interno que nunca más vería la cara viva de Malvin. Su generosidad lo habría constreñido a demorarse, hasta pasar la escena de la muerte; pero las ganas de vivir y la esperanza de la dicha le habían animado el corazón y era incapaz de resistirlas.

—Es suficiente—dijo Roger Malvin tras escuchar la promesa de Reuben—. Andate, y que Dios te dé alas.

Sin decir nada el joven le apretó la mano, dio media vuelta y se alejó. Empero, cuando con paso lento y vacilante había recorrido un corto trecho, lo hizo volver la voz de Malvin.

—Reuben, Reuben—llamaba débilmente.

Reuben se arrodilló junto al agonizante.

—Levántame y recuéstame en la roca—fue su último ruego—. Así mi cara queda mirando a casa y podré verte por un momento más mientras te pierdes entre los árboles.

Habiendo hecho la deseada modificación en la postura de su compañero, Reuben reemprendió el solitario peregrinaje. Al principio caminó más rápido de lo que era compatible con sus fuerzas, pues una especie de sentimiento de culpa, que en ocasiones atormenta a los hombres en sus acciones más justificadas, lo impelía a ocultarse de los ojos de Malvin. Pero después de haber pisado un largo rato la crujiente hojarasca regresó a hurtadillas, movido por una curiosidad desenfrenada y lancinante y, escondido tras la raíz terrosa de un árbol descuajado, acechó atentamente al hombre abandonado. No se nublaba el sol de la mañana y árboles y arbustos inhalaban el dulce aire del mes de mayo. Sin embargo, la faz de la naturaleza parecía ensombrecida, como si se compadeciera de la agonía mortal y del dolor. Roger Malvin levantaba las manos en fervorosa oración, algunas de cuyas frases se deslizaban por la quietud del bosque y penetraban en el corazón de Reuben, atormentándolo con ramalazos indecibles. Pedían, con acentos quebrantados, por la felicidad de éste y la de Dorcas. Al oír esto el joven, la conciencia, ó algo parecido, lo urgía fuertemente a regresar y otra vez reclinarse al pie de la roca. Sentía cuán duro era el destino de aquel ser bueno y generoso que había abandonado en la adversidad. La muerte llegaría como un cadáver que se acercara lentamente, reptando por el bosque y asomando de árbol en árbol, cada vez más cerca, sus espantosos y congelados rasgos. Pero igual suerte habría corrido Reuben de haberse demorado otro crepúsculo. ¿Quién puede reprocharle que rehuyera tan inútil sacrificio? Mientras lanzaba una mirada de despedida, un soplo de brisa agitó el pequeño pendón que colgaba del roblecillo y le hizo recordar a Reuben su promesa.

***********

Varias circunstancias se aunaron para retardar al caminante herido en su regreso a la frontera. Al segundo día las nubes, encapotando el cielo, le hicieron imposible ajustar el rumbo según la posición del sol. Sólo sabía que cada impulso de sus ya casi extintas fuerzas lo alejaba aún más del hogar que buscaba. Las bayas y otros frutos silvestres le suministraban el escaso sustento. Es cierto, a veces pasaban saltando frente a él manadas de venados y las perdices al oír sus pisadas batían las alas y volaban, pero había agotado sus municiones en la batalla y no tenía con qué derribarlos. Las heridas, inflamadas por el constante esfuerzo del que dependían sus esperanzas de sobrevivir, corroían su fibra y a ratos le confundían la razón. Pero, incluso en los extravíos de la mente, el joven corazón de Reuben se aferraba a la existencia; y sólo cuando por fin fue incapaz de dar un paso más, se desplomó bajo un árbol, obligado a esperar allí la muerte.

En esta situación fue descubierto por una partida que a las primeras nuevas del combate fue despachada a socorrer a los sobrevivientes. Lo condujeron a la colonia más cercana, que resultó ser su lugar de residencia.

Dorcas, con la sencillez característica de antaño, veló al pie del lecho del pretendiente herido y administró ese bálsamo que es don exclusivo de la mano y del corazón de la mujer. Por varios días la memoria de Reuben vagó soñolienta entre los peligros y fatigas que había atravesado y no pudo dar respuestas claras a las preguntas con que muchos estuvieron prontos a importunarlo. No habían circulado detalles de primera mano sobre la batalla, ni tampoco sabían las madres, las esposas y los hijos si los seres queridos estaban retenidos en cautiverio o bajo la más firme cadena de la muerte. Dorcas abrigó sus temores en silencio, hasta una tarde en que Reuben despertó de un sueño agitado y pareció reconocerla más conscientemente que en ningún momento previo. Percibió ella que su mente se había aclarado y no pudo seguir reprimiendo la ansiedad filial.

—¿Y mi padre, Reuben?—comenzó a decir; pero un cambio en la expresión de su enamorado la detuvo.

El joven se crispó como por un dolor agudo y la sangre fluyó violentamente a sus mejillas macilentas. Su primer impulso fue cubrirse la cara; pero, al parecer con un esfuerzo extremo, se enderezó a medias y habló con vehemencia, defendiéndose de una acusación imaginaria.

—Tu padre fue herido de gravedad en el combate, Dorcas; y me pidió que no cargara con él, únicamente que lo llevara a la orilla del lago para poder calmar la sed y allí morir. Pero yo no quería abandonarlo en ese trance y, aunque yo también sangraba, le dí apoyo. Le presté la mitad de mis fuerzas y partí con él. Caminamos juntos tres días y tu padre aguantó más de lo que yo esperaba; pero, cuando desperté al amanecer del cuarto día, lo encontré débil y agotado. No podía seguir. Su vida se escapaba rápidamente

—¡Murió!—gimió Dorcas desmayadamente.

A Reuben le pareció imposible admitir que su egoísta amor a la vida lo había hecho alzar el vuelo antes de que se consumara el destino del padre. No habló más. Se limitó a agachar la cabeza y, entre la vergüenza y el agotamiento, se recostó de nuevo y hundió la cara en la almohada. Dorcas lloró al ver confirmados sus temores; pero, habiéndolo previsto tanto tiempo, el golpe no fue tan violento.

—¿Cavaste en la espesura una tumba para mi pobre padre, Reuben?—fue la pregunta con que manifestó su devoción filial.

—Mis manos estaban débiles, pero hice lo que pude—contestó el joven con acento apagado—. Sobre su cabeza se levanta una noble lápida. ¡Quisiera el cielo que mi sueño fuera tan profundo como el suyo!

Dorcas, notando el extravío de las últimas palabras, por el momento no hizo más preguntas; pero su corazón encontró alivio pensando que a Roger Malvin no le faltaron los ritos funerales que fue posible conferirle. La historia del coraje y la lealtad de Reuben no perdió nada cuando ella la repitió a sus amigos; y el infeliz muchacho, cuando salía tambaleándose a tomar el aire, recibía de todas las bocas la miserable y humillante tortura del elogio inmerecido. Todos convenían en que se había ganado el derecho de pedir la mano de la doncella a cuyo padre le había sido "fiel hasta la muerte"; y, como mi relato no es de amor, baste decir que en unos pocos meses Reuben se convirtió en el esposo de Dorcas Malvin. Durante la boda la novia se cubría de rubores, pero el rostro del novio estaba pálido.

En el pecho de Reuben Bourne había ahora un reato inconfesable, algo que había de ocultar con suma cautela a la mujer que más quería y en quien más confiaba. Deploraba honda y amargamente la cobardía moral que había refrenado sus palabras cuando estuvo a punto de revelarle la verdad a Dorcas. Pero el orgullo, el temor de perder su cariño, el miedo del desprecio general, le prohibían enmendar su falsedad. No creía merecer censura alguna por haber abandonado a Roger Malvin. Su presencia, el vano sacrificio de su vida, sólo habría añadido otra agonía innecesaria a la hora final del moribundo; pero el encubrimiento le había impartido a un acto justificable muchos de los efectos de la culpa. Así, Reuben, mientras que la razón le decía que había obrado bien, padecía en alto grado los horrores mentales que castigan al autor de un crimen secreto. Ciertas asociaciones de ideas a veces lo llevaban a imaginarse casi que era un asesino. También, durante años, lo rondó un pensamiento que, aunque se daba cuenta de cuán insensato y extravagante era, no estaba en su poder desterrar de su mente. Era la obsesiva y atormentadora fantasía de que su suegro todavía esperaba, al pie de la roca, sobre las hojas secas, vivo, la ayuda prometida. Estos espejismos, sin embargo, se iban como venían y él nunca los tomaba por realidades; pero en los estados de ánimo más tranquilos y lúcidos era consciente de tener una promesa por cumplir y de que un cadáver insepulto lo llamaba desde la espesura. No obstante, las consecuencias de su engaño eran tales que le impedían obedecer aquel llamado. Ahora era demasiado tarde, no podía pedir la ayuda de los amigos de Roger Malvin para efectuar la postergada inhumación; y los temores supersticiosos, de los que nadie era más susceptible que las gentes de los poblados fronterizos, le impedían ir solo. Tampoco sabía cómo buscar en el ilimitado bosque virgen la piedra lisa y con una inscripción en cuya base reposaba el cadáver: los recuerdos de cada etapa de su trayectoria eran confusos y del último tramo no quedó en su mente impresión alguna. Había, sin embargo, un impulso continuo, una voz que sólo él oía, que le ordenaba ir a cumplir con su promesa; y tenía la impresión de que, en caso de decidirse a abrir trocha, sería conducido derecho hasta los huesos de Malvin. Pero año tras año, sin oírlo pero sí sintiéndolo, pasaba sin atender el llamamiento. Su obsesión secreta llegó a ser como una cadena que le agarrotaba el alma y como una serpiente que le roía el corazón. Se convirtió en un hombre triste, desalentado e irritable.

Pasados unos años tras su boda, comenzaron a hacerse visibles ciertos cambios en la prosperidad material de Reuben y Dorcas. Las únicas riquezas del primero habían sido su recio corazón y su potente brazo; pero ella, única heredera de su padre, hizo a su marido amo de una granja, cultivada por más tiempo, más grande y más bien surtida que la mayoría de las de la frontera. Reuben Bourne, sin embargo, era un negligente labrador. Y mientras las tierras de los otros colonos cada año eran más productivas, las suyas se deterioraban al mismo ritmo. Los obstáculos para la agricultura habían disminuido grandemente con el cese de las hostilidades de los indios, durante las cuales los hombres sostenían el arado en una mano y el mosquete en la otra, y corrían con suerte si el salvaje enemigo no arruinaba, en el campo o en el granero, los frutos de su labor riesgosa. Pero Reuben no se benefició de la cambiada situación del país. Tampoco puede negarse que las ocasiones en que atendió con diligencia sus asuntos fueron recompensadas con muy poco éxito. La irritabilidad que últimamente lo había distinguido fue otra causa de la mengua de su prosperidad, pues daba pie a frecuentes disputas en el inevitable roce con los colonos vecinos. El resultado fueron incontables litigios, ya que las gentes de Nueva Inglaterra, en las primeras etapas y en las circunstancias más incivilizadas del país, recurrían, cuando podían, a las vías legales para dirimir sus pleitos. En resumen, el mundo no la iba bien con Reuben Bourne; y, aunque no fue sino muchos años después del matrimonio, por fin llegó a arruinarse. Contaba sólo con un último recurso contra el mal sino que lo perseguía. Desnudaría al sol algún rincón profundo de los bosques y buscaría la subsistencia en el regazo virgen de la tierra.

Reuben y Dorcas tenían un hijo único de quince años cumplidos, bello en la juventud y promesa de una espléndida hombría. Estaba especialmente dotado, y ya empezaba a sobresalir en ellas, para las bravías faenas de la vida de frontera. Su pie era ligero, su puntería certera, alerta su sentido, alegre y noble el corazón; y todos los que esperaban un regreso de las guerras de los indios hablaban de Cyrus Bourne como un futuro caudillo del país. Su padre lo quería con un fervor profundo y silencioso, como si todo lo que fuera bueno y dichoso en su persona hubiese sido traspasado al hijo, llevándose consigo su cariño. Incluso Dorcas, amorosa y amada, le era asaz menos querida; ya que los pensamientos secretos de Reuben y sus emociones retraídas lo habían ido convirtiendo en un hombre egoísta. Ya no podía amar intensamente, excepto cuando percibía o imaginaba un reflejo o parecido de su propia mente. Reconocía en Cyrus lo que él había sido en otros tiempos; y de vez en cuando parecía compartir el espíritu del muchacho y reanimarse con una vida lozana y festiva. Reuben partió en compañía de su hijo en una expedición que tenía el propósito de escoger una extensión de tierra y de talar y quemar la broza, condición necesaria para el trasteo le los enseres domésticos. En estas estuvieron dos meses de otoño, tras los cuales Reuben Bourne y el joven cazador regresaron para pasar el último invierno en el asentamiento.


BAJAR AQUÍ TEXTO COMPLETO


Marqués de Sade - Agudeza Gascona

Marqués de Sade

Artículo destacado

Retrato del Marqués de Sade por Charles-Amédée-Philippe van Loo (c. 1761)

Retrato del Marqués de Sade por Charles-Amédée-Philippe van Loo (c. 1761)

Donatien Alphonse François de Sade, más conocido por su título de Marqués de Sade y llamado por sus admiradores "el Divino Marqués" (París, 2 de junio de 1740Charenton-Saint-Maurice, Val-de-Marne, 2 de diciembre de 1814), fue un aristócrata, escritor y filósofo francés, autor de varias novelas que aúnan los relatos pornográficos con la exposición de un sistema filosófico materialista y ateo. Su filosofía es la de la libertad extrema, sin el freno de la ética, la religión o las leyes, con la búsqueda del placer personal como principio más elevado. Escribió la mayor parte de sus obras durante los 29 años de su vida que pasó en prisión. De su nombre procede la palabra sadismo.



Agudeza Gascona

Un oficial gascón había recibido de Luis XIV una gratificación de ciento cincuenta doblones y, recibo en mano, entra sin hacerse anunciar en casa del señor Colbert, que estaba sentado a la mesa con varios caballeros Señores, ¿cuál de vosotros pregunta con un acento que delataba su patria, quien, os lo ruego, es el señor Colbert?

Yo, señor -le responde el ministro-. ¿En que puedo serviros?

-Una fruslería, señor. Se trata tan sólo de una gratificación de ciento cincuenta doblones que es pre­ciso que me descontéis en seguida.

- El señor Colbert, que se da perfecta cuenta de que el personaje se prestaba a la burla, le pide permiso para acabar de cenar y, para que no se impaciente, le ruega que se siente a la mesa con él.

- Con mucho gusto -contestó el gascón-, excelente idea, pues no he cenado todavía.

Terminada la comida, el ministro, que ha tenido tiempo de prevenir al encargado mayor, dice al oficial que ya puede subir al despacho, que su dinero le espera; el gascón sube.. pero no le entregan más que cien doblones.

- ¿Queréis bromear, señor? -dice al funcionario-. ¿O no véis que mi orden dice ciento cincuenta?

- Señor -le contesta el escribiente-, veo perfec­tamente vuestra orden, pero os descuento cincuenta doblones por la cena.

-¡Pardiez, cincuenta doblones! Si en mi posada me cuesta sólo diez sueldos!

-Os creo, pero allí no tenéis el honor de cenar con un ministro.

- Perfectamente -replica el gascón- en eso caso, señor, guardároslo todo; mañana traeré a uno de mis amigos y estamos en paz.

La respuesta y la broma que le había provocado hicieron reír durante un rato a la corte; se añadieron los cincuenta doblones a la gratificación del gascón, que regresó triunfalmente a su tierra, hizo el elogio de las cenas del señor Colbert, de Versalles y de cómo era allí recompensado el ingenio del Garona.


viernes, 3 de agosto de 2007

Mansfield, Katherine
1888-1923
A pesar de que Katherine Mansfield nació en Wellington, Nueva Zelanda, en 1888, su nombre está incluido dentro de la literatura inglesa de las primeras décadas del siglo XX. Y se debe incluirla dentro de la literatura de ese país no sólo por las relaciones que tuvo con escritores de Inglaterra, sino también por su voluntad de conocer Londres y vivir en ella. Su primer viaje a Londres lo hizo cuando tenía trece a?os. Aún se llamaba Kathleen Beauchamp. No pudo quedarse más tiempo en la ciudad europea, debido a que su familia le exigió el regreso. A los veinte a?os, luego de insistentes pedidos a su padre, retornó a Inglaterra. Su padre, quien era un afamado hombre de negocios de Wellington, la ayudó a subsistir en la nueva ciudad, otorgándole una mensualidad. A esa ayuda económica se le sumaron las clases de violín que daba ella. Sin embargo, sus días londinenses estuvieron rodeados de un ambiente bohemio, lejos de la comodidad que disfrutaba en su ciudad natal. En 1911 publicó su primer libro, los cuentos de En una Pensión Alemana. Gran parte de la obra fue escrita en Alemania, a donde viajó ocasionalmente por un conflicto sentimental, hasta que en 1912 volvió a Londres, la ciudad que la fascinaba. En esos primeros a?os del nuevo siglo, llegaron a Inglaterra los primeros cuentos traducidos del escritor ruso Antón Chéjov, lo que generó la atención de toda la comunidad intelectual inglesa. Katherine Mansfield no fue la excepción, e incluso siempre se la comparó -por su estilo y temática- con el creador ruso. De regreso a Londres, Mansfield comenzó a escribir en la revista Review, cuyo director, John Middleton Murry, conocido por toda la intelectualidad inglesa de la época, terminó siendo su esposo, en 1918. El mismo a?o en que se casó con Middleton Murry, Katherine Mansfield publicó dos relatos largos, "Preludio" y "En la Bahía". Los dos cuentos retrataron su infancia con la misma frescura con que vivió esos a?os. Esos relatos fueron también una suerte de evocación a su hermano, quien durante la Primera Guerra Mundial se había sumado a las tropas expedicionarias del ejército inglés y murió en el frente de batalla. Comenzaba la década del veinte y Mansfield presentía que su tuberculosis era incurable. En esos a?os, aceleró su producción literaria. En 1920 publicó Felicidad y otros cuentos; dos a?os después, La Fiesta en el jardín y otros cuentos. La escritora ya ocupaba un lugar de respeto y admiración dentro de la literatura inglesa. Sin embargo, debido a su enfermedad, en 1922 dejó de escribir. La esperanza por vivir la había forzado a adoptar una vida naturista. El mismo a?o en que abandonó la escritura, se internó en un establecimiento de disciplina espiritual, dirigido por Gurdjieff, un recurrido y prestigioso teósofo. En ese mismo internado falleció en 1923, con sólo treinta y cinco a?os. Su esposo, Middleton Murry, continuó publicando escritos de Mansfield, entre los que se destacaron los diarios y las cartas, textos íntimos que mostraron una forma de pensar innovadora, cuya comprensión, en algunos casos, demoró algunas décadas

El canario
¿Ves aquel clavo grande a la derecha de la puerta de entrada? Todavía me da tristeza mirarlo, y, sin embargo, por nada del mundo lo quitaría. Me complazco en pensar que allí estará siempre, aun después de mi muerte. A veces oigo a los vecinos que dicen: «Antes allí debía de colgar una jaula». Y eso me consuela: así siento que no se le olvida del todo.
...No te puedes figurar cómo cantaba. Su canto no era como el de los otros canarios, y lo que te cuento no es sólo imaginación mía. A menudo, desde la ventana, acostumbraba observar a la gente que se detenía en el portal a escuchar, se quedaban absortos, apoyados largo rato en la verja, junto a la planta de celinda. Supongo que eso te parecerá absurdo, pero si lo hubieses oído no te lo parecería. A mí me hacía el efecto que cantaba canciones enteras que tenían un principio y un final. Por ejemplo, cuando por la tarde había terminado el trabajo de la casa, y después de haberme cambiado la blusa, me sentaba aquí en la varanda a coser: él solía saltar de una percha a otra, dar golpecitos en los barrotes para llamarme la atención, beber un sorbo de agua como suelen hacer los cantantes profesionales, y luego, de repente, se ponía a cantar de un modo tan extraordinario, que yo tenía que dejar la aguja y escucharlo. No puedo darte idea de su canto, y a fe que me gustaría poderlo describir. Todas las tardes pasaba lo mismo, y yo sentía que comprendía cada nota de sus modulaciones.
¡Lo quería! ¡Cuánto lo quería! Quizá en este mundo no importa mucho lo que uno quiere, pero hay que querer algo. Mi casita y el jardín siempre han llenado un vacío, sin duda; pero nunca me han bastado. Las flores son muy agradecidas, pero no se interesan por nuestra vida. Hace tiempo quise a la estrella del atardecer. ¿Te parece una tontería? Solía sentarme en el jardín, detrás de la casa, cuando se había puesto el sol, y esperar a que la estrella saliera y brillara sobre las ramas oscuras del árbol de la goma. Entonces le murmuraba: «¿Ya estás aquí, amor mío?». Y en aquel instante parecía brillar sólo para mí. Parecía que lo comprendiera...; algo que es nostalgia y sin embargo no lo es. O quizá el dolor de lo que uno echa de menos, sí, era este dolor. Pero ¿qué era lo que echaba de menos? He de agradecer lo mucho que he recibido.
...Pero, en cuanto el canario entró en mi vida, olvidé a la estrella del atardecer: ya no me hacía falta. Y aquello ocurrió de una manera extraña. Cuando el chino que vendía pájaros se detuvo delante de mi puerta y levantó la jaulita donde el canario, en vez de sacudirse como hacían los dorados pinzones, lanzó un débil y leve gorjeo, me sorprendí a mí misma diciéndole:
-¿Ya estás aquí, amor mío?
Desde aquel instante fue mío.
...Aún me asombra ahora recordar cómo él y yo compartíamos nuestras vidas. En cuanto por la mañana quitaba el paño que cubría su jaula, me saludaba con una pequeña nota soñolienta. Yo sabía que quería decirme: «¡Señora! ¡Señora!». Luego lo colgaba afuera, mientras preparaba el desayuno de mis tres muchachos pensionistas, y no lo entraba hasta que volvíamos a estar solos en casa. Más tarde, en cuanto terminaba de lavar los platos, empezaba una verdadera diversioncita nuestra. Solía poner una hoja de periódico en la mesa, y, cuando colocaba la jaula encima, el canario sacudía las alas desesperadamente como si no supiera lo que iba a ocurrir. «Eres un verdadero comediante», le decía riñéndolo. Le frotaba el plato de la jaula, lo espolvoreaba de arena limpia, llenaba de alpiste y de agua los recipientes, ponía entre los barrotes unas hojas de pamplina y medio chile. Y estoy segura de que él comprendía y sabía apreciar cada detalle de esta ceremonia. ¿Comprendes? Era, de natural, de una pulcritud exquisita. En su percha jamás había una mancha. Y sólo viendo cómo disfrutaba bañándose se comprendía que su gran debilidad era la limpieza. Lo que yo ponía por último en la jaula era el envase en que se bañaba. Y al momento se metía en él. Primero sacudía un ala, luego la otra, después zambullía la cabeza y se remojaba las plumas del pecho. Toda la cocina se iba salpicando de gotas de agua, pero él no quería salir del baño. Yo solía decirle: «Es más que suficiente. Lo que quieres ahora es que te miren». Y por fin, de un salto, salía del agua, y sosteniéndose con una pata se secaba con el pico, y al terminar se sacudía, movía las alas, ensayaba un gorjeo y levantando la cabeza... ¡Oh! No puedo ni siquiera recordarlo. Yo acostumbraba limpiar los cuchillos mientras tanto, me parecía que también los cuchillos cantaban a medida que se volvían relucientes.
...Me hacía compañía, ¿comprendes? Eso es lo que me hacía. La compañía más perfecta. Si has vivido sola, sabrás lo inapreciable que eso puede ser. Sin duda tenía también a mis tres muchachos que venían a cenar, y a veces se quedaban en casa leyendo los periódicos. Pero no podía suponer que ellos se interesaran en los detalles de mi vida cotidiana. ¿Por qué se iban a interesar? Yo no significaba nada para ellos: tanto es así, que una noche, en la escalera, oí que, hablando de mí, me llamaban «el adefesio». No importa. No tiene importancia, la más mínima importancia. Lo comprendo bien. Ellos son jóvenes. ¿Por qué me iba a incomodar? Pero me acuerdo de que aquella. noche me consoló pensar que no estaba sola del todo. En cuanto los muchachos salieron, le dije a mi canario: «¿Sabes cómo la llaman a tu señora?». Y él ladeó la cabeza, y me miró con su ojito reluciente, de tal forma que tuve que reírme. Parecía como si le hubiese divertido aquello.
...¿Has tenido pájaros alguna vez?... Si no has tenido nunca, quizá todo esto te parezca exagerado. La gente cree que los pájaros no tienen corazón, que son fríos, distintos de los perros y los gatos. Mi lavandera solía decirme cuando venía los lunes: «¿Por qué no tiene un foxterrier bonito? No consuela ni acompaña un canario». No es verdad, estoy segura. Me acuerdo de una noche que había tenido un sueño espantoso (a veces los sueños son terriblemente crueles) y, como que al cabo de un rato de haberme despertado no conseguía tranquilizarme, me puse la bata y bajé a la cocina para beber un vaso de agua. Era una noche de invierno y llovía mucho. Supongo que aún estaba medio dormida: pero, a través de la ventana sin postigo, me parecía que la oscuridad me miraba, me espiaba. Y de pronto sentí que era insoportable no tener a nadie a quien poder decir: «He soñado un sueño horrible» o «Protégeme de la oscuridad». Estaba tan asustada, que incluso me tapé un momento la cara con las manos. Y luego oí un débil «¡Tui-tuí!». La jaula estaba en la mesa, y el paño que la cubría había resbalado de forma que le entraba una rayita de luz. «¡Tui-tuí!», volvía a llamar mi pequeño y querido compañero, como si dijera dulcemente: «Aquí estoy, señora mía: aquí estoy». Aquello fue tan consolador que casi me eché a llorar.
...Pero ahora se ha ido. Nunca más tendré otro pájaro, otro ser querido. ¿Cómo podría tenerlo? Cuando lo encontré tendido en la jaula, con los ojos empañados y las patitas retorcidas, cuando comprendí que nunca más lo oiría cantar, me pareció que algo moría en mí. Me sentí un vacío en el corazón como si fuera la jaula de mi canario. Me iré resignando, seguramente: tengo que acostumbrarme. Con el tiempo todo pasa, y la gente dice que yo tengo un carácter jovial. Tienen razón. Doy gracias a Dios por habérmelo dado.
Sin embargo, a pesar de que no soy melancólica y de que no suelo dejarme llevar por los recuerdos y la tristeza, reconozco que hay algo triste en la vida. Es difícil definir lo que es. No hablo del dolor que todos conocemos, como son la enfermedad, la pobreza y la muerte, no: es otra cosa distinta. Está en nosotros profunda, muy profunda: forma parte de nuestro ser al modo de nuestra respiración. Aunque trabaje mucho y me canse, no tengo más que detenerme para saber que ahí está esperándome. A menudo me pregunto si todo el mundo siente eso mismo. ¿Quién lo puede saber? Pero ¿no es asombroso que, en su canto dulce y alegre, era esa tristeza, ese no sé qué lo que yo sentía?

FIN