viernes, 29 de junio de 2007


Mansilla, Lucio V. (1831 – 1913)

Escritor argentino. Hijo del general de su mismo nombre y de doña Agustina Ortiz de Rosas, hermana de don Juan Manuel, el general Lucio V. Mansilla nació en Buenos Aires el 23 de diciembre de 1831.
Desde muy tierna edad y al calor de las coloniales costumbres de nuestros hogares patricios le fue dado asomarse a la vida social y política que rodeaba al Restaurador. A los diecisiete años hace su primer salida por el mundo viajando a la India sin compañía de familiares. Vuelve al país en la víspera de Caseros, y a raíz de la caída de Rosas, es decir, cuando contaba apenas veinte años. Vuelve a tomar el camino de los mares, esta vez con su padre.
Muy joven empieza a mostrar aficiones de observador inquieto y curioso de hombres y cosas, para tales aptitudes su vida aventurera y activa presenta un riquísimo campo. Ya hombre, recurriendo a su prodigiosa memoria como quien hojea un libro de estampas, nos relata con peculiar estilo escenas pintorescas animadas con destacados personajes de la época. Sobre ellos se desliza su penetrante mirada psicológica y entre ellos casi siempre se cuela el propio autor con original personalidad.
De vuelta en buenos Aires se alista del lado de Urquiza y la Confederación; es desterrado del estado y se instala en Paraná. Allí es secretario de Del Carrillo y diputado suplente por Santiago del estero. Logra conquistar amplias simpatías entre los hombres del Congreso. Más tarde se enrola en el ejército siendo herido en Curupaytí.
Uno de los primeros actos de gobierno de Sarmiento, de cuya candidatura había sido activo gestor, es ascenderlo a coronel el 20 de octubre de 1868. Terminada la campaña del Paraguay es nombrado jefe de la frontera en Río Cuarto, desde cuyo fortín emprende la campaña contra los indios. Con tal motivo escribió uno de sus libros más celebrados: Una excursión a los indios ranqueles.
La mayor popularidad como político adquiérela siendo diputado durante el gobierno de Juárez Celman y presidente de la misma cámara en el 90. Con la caída del juarizmo se esfuman sus últimas esperanzas de alcanzar más altas posiciones y se retira del escenario político. De aquella época nos queda Entre nos (Causeries), que fue apareciendo en el periódico "Sud América" y llegó a constituir un conjunto de cinco volúmenes. Verdaderas charlas por su desorden y estilo fragmentario, tienen toda la gracia y la chispa de su conversación mechada de anécdotas y sabrosas aunque ligeras reflexiones.
Alcanzó el grado de general de división, desempeñó nuestra representación diplomática en Berlín y durante sus último años viajó por Europa muriendo en París el 9 de octubre de 1913. Sus restos fueron trasladados a Buenos Aires.
Aparte de los libros ya mencionados cabe citar Retratos y recuerdos, Máximas y pensamientos, Rosas y otros varios sobre cuestiones constitucionales y militares.

Una excursión a los indios ranqueles

( 1870 )
Fuente: Tercera edición, Juan A. Alsina editor, Buenos Aires, 1890.

I.

Dedicatoria. Aspiraciones de un tourist . Los gustos con el tiempo. Por qué se pelea un padre con un hijo. Quiénes son los ranqueles. Un tratado internacional con los indios. Teoría de los extremos. Dónde están las fronteras de Córdoba y campos entre los ríos Cuarto y Quinto. De dónde parte el camino del Cuero.


No sé dónde te hallas, ni dónde te encontrará esta carta y las que le seguirán, si Dios me da vida y salud.
Hace bastante tiempo que ignoro tu paradero, que nada sé de ti; y sólo porque el corazón me dice que vives, creo que continúas tu peregrinación por este mundo, y no pierdo la esperanza de comer contigo, a la sombra de un viejo y carcomido algarrobo, o entre las pajas al borde de una laguna, o en la costa de un arroyo, un churrasco de guanaco, o de gama, o de yegua, o de gato montés, o una picana de avestruz, boleado por mí, que siempre me ha parecido la más sabrosa.
A propósito de avestruz, después de haber recorrido la Europa y la América, de haber vivido como un marqués en París y como un guaraní en el Paraguay; de haber comido mazamorra en el Río de la Plata, charquicán en Chile, ostras en Nueva York, macarroni en Nápoles, trufas en el Périgord, chipá en la Asunción, recuerdo que una de las grandes aspiraciones de tu vida era comer una tortilla de huevos de aquella ave pampeana en Nagüel Mapo, que quiere decir "Lugar del Tigre".
Los gustos se simplifican con el tiempo, y un curioso fenómeno social se viene cumpliendo desde que el mundo es mundo. El macrocosmo, o sea el hombre colectivo, vive inventando placeres, manjares, necesidades, y el microcosmo, o sea el hombre individual, pugnando por emanciparse de las tiranías de la moda y de la civilización.
A los veinticinco años, somos víctimas de un sinnúmero de superfluidades. No tener guantes blancos, frescos como una lechuga, es una gran contrariedad, y puede ser causa de que el mancebo más cumplido pierda casamiento. ¡Cuántos dejaron de comer muchas veces, y sacrificaron su estómago en aras del buen tono!
A los cuarenta años, cuando el cierzo y el hielo del invierno de la vida han comenzado a marchitar la tez y a blanquear los cabellos, las necesidades crecen, y por un bote de cold cream, o por un paquete de cosmético, ¿qué no se hace?
Más tarde, todo es lo mismo; con guantes o si guantes, con retoques o sin ellos, "la mona aunque se vista de seda mona se queda".
Lo más sencillo, lo más simple, lo más inocente es lo mejor: nada de picantes, nada de trufas. El puchero es lo único que no hace daño, que no indigesta, que no irrita.
En otro orden de ideas, también se verifica el fenómeno. Hay razas y naciones creadoras, razas y naciones destructoras. Y, sin embargo, en el irresistible corso e ricorso de los tiempos y de la humanidad, el mundo marcha; y una inquietud febril mece incesantemente a los mortales de perspectiva en perspectiva, sin que el ideal jamás muera.
Pues, cortando aquí el exordio, te diré, Santiago amigo, que te he ganado de mano.
Supongo que no reñirás por esto conmigo, dejándote dominar por un sentimiento de envidia.
Ten presente que una vez me dijiste, censurando a tu padre, con quien estabas peleado:
-¿Sabes por qué razón el viejo está mal conmigo? Porque tiene envidia de que yo haya estado en el Paraguay, y él no.
Es el caso que mi estrella militar me ha deparado el mando de las fronteras de Córdoba, que eran la más asoladas por los ranqueles.
Ya sabes que los ranqueles son esas tribus de indios araucanos, que habiendo emigrado en distintas épocas de la falda occidental de la cordillera de los Andes a la oriental, y pasado los ríos Negro y Colorado, han venido a establecerse entre el Río Quinto y el Río Colorado, al naciente del río Chalileo.
Últimamente celebré un tratado de paz con ellos, que el Presidente aprobó, con cargo de someterlo al Congreso.
Yo creía que siendo un acto administrativo no era necesario.
¿Qué sabe un pobre coronel de trotes constitucionales?
Aprobado el tratado en esa forma, surgieron ciertas dificultades relativas a su ejecución inmediata.
Esta circunstancia por un lado, por otro cierta inclinación a las correrías azarosas y lejanas; el deseo de ver con mis propios ojos ese mundo que llaman Tierra Adentro, para estudiar sus usos y costumbres, sus necesidades, sus ideas, su religión, su lengua, e inspeccionar yo mismo el terreno por donde alguna vez quizá tendrán que marchar las fuerzas que están bajo mis órdenes -he ahí lo que me decidió no ha mucho y contra el torrente de algunos hombres que se decían conocedores de los indios, a penetrar hasta sus tolderías y a comer primero que tú en Nagüel Mapo una tortilla de huevo de avestruz.
Nuestro inolvidable amigo Emilio Quevedo, solía decirme cuando vivíamos juntos en el Paraguay, vistiendo el ligero traje de los criollos e imitándolos en cuanto nos lo permitían nuestra sencillez y facultades imitativas: -¡Lucio, después de París, la Asunción! Yo digo: -Santiago, después de una tortilla de huevos de gallina frescos, en el Club del Progreso, una de avestruz en el toldo de mi compadre el cacique Baigorrita.
Digan lo que quieran, si la felicidad existe, si la podemos concretar y definir, ella está en los extremos. Yo comprendo las satisfacciones del rico y las del pobre; las satisfacciones del amor y del odio; las satisfacciones de la oscuridad y las de la gloria. Pero ¿quién comprende las satisfacciones de los términos medios; las satisfacciones de la indiferencia; las satisfacciones de ser cualquier cosa?
Yo comprendo que haya quien diga: -Me gustaría ser Leonardo Pereira, potentado del dinero.
Pero que haya quien diga: -Me gustaría ser el almacenero de enfrente, don Juan o don Pedro, un nombre de pila cualquiera, sin apellido notorio -eso no.
Y comprendo que haya quien diga: -Yo quisiera ser limpiabotas o vendedor de billetes de lotería.
Yo comprendo el amor de Julieta y Romeo, como comprendo el odio de Silva por Hernani, y comprendo también la grandeza del perdón.
Pero no comprendo esos sentimientos que no responden a nada enérgico, ni fuerte, a nada terrible o tierno.
Yo comprendo que haya en esta tierra quien diga: -Yo quisiera ser Mitre, el hijo mimado de la fortuna y de la gloria, o sacristán de San Juan.
Pero que haya quien diga: -Yo quisiera ser el coronel Mansilla -eso no lo entiendo, porque al fin, ese mozo ¿quién es?
Al general Arredondo, mi jefe inmediato entonces, le debo, querido Santiago, el placer inmenso de haber comido una tortilla de huevos de avestruz en Nagüel Mapo, de haber tocado los extremos una vez más. Si él me niega la licencia, me quedo con las ganas, y no te gano la delantera.
Siempre le agradeceré que haya tenido conmigo esa deferencia, y que me manifestara que creía muy arriesgada mi empresa, probándome así que mi suerte no le era indiferente. Sólo los que no son amigos pueden conformarse con que otro muera estérilmente... y en la oscuridad.
La nueva línea de fronteras de la provincia de Córdoba no está ya donde tú la dejaste cuando pasaste para San Luis, en donde tuviste la fortuna de conocer aquel tipo que te decía un día en el Morro: -Yo no deseo, señor don Santiago, visitar la Europa por conocer el Cristal Palais ni el Buckingham Palace, ni las Tullerías, ni el London Tunnel, sino por ver ese Septentrión, ¡ese Septentrión
Está la nueva línea sobre el Río Quinto, es decir, que ha avanzado veinticinco leguas, y que al fin se puede cruzar del Río Cuarto a Achiras sin hacer testamento y confesarse.
Muchos miles de leguas cuadradas se han conquistado.
¡Qué hermosos campos para cría de ganados son los que se hallan encerrados entre el Río Cuarto y Río Quinto!
La cebadilla, el potrillo, el trébol, la gramilla, crecen frescos y frondosos entre el pasto fuerte; grandes cañadas como la del Gato, arroyos caudalosos y de largo curso como Santa Catalina y Sampacho, lagunas inagotables y profundas como Chemeco, Tarapendá y Santo Tomé constituyen una fuente de riqueza de inestimable valor.
Tengo en borrador el croquis topográfico, levantado por mí, de ese territorio inmenso, desierto, que convida a la labor y no tardaré en publicarlo, ofreciéndoselo con una memoria a la industria rural.
Más de seis mil leguas he galopado en año y medio para conocerlo y estudiarlo.
No hay un arroyo, no hay un manantial, no hay una laguna, no hay un monte, no hay un médano donde no haya estado personalmente para determinar yo mismo su posición aproximada y hacerme baqueano, comprendiendo que el primer deber de un soldado es conocer palmo a palmo el terreno donde algún día ha de tener necesidad de operar.
¿Puede haber papel más triste que el de un jefe con responsabilidad, librado a un pobre paisano, que lo guiará bien, pero que no le sugerirá pensamiento estratégico alguno?
La nueva frontera de Córdoba comienza en la raya de San Luis, casi en el meridiano que pasa por Achiras, situado en los últimos dobleces de la sierra, y costeando el Río Quinto se prolonga hasta la Ramada Nueva, llamada así por mí, y por los ranqueles Trapalcó, que quiere decir agua de totora, Trapal es totora, y co , agua.
La Ramada Nueva son los desagües del Río Quinto vulgarmente denominados la Amarga.
De la Ramada Nueva, y buscando la derecha de la frontera sur de Santa Fe, sigue la línea por la Laguna Nº 7, llamada así por los cristianos, y por los ranqueles Potálauquen, es decir, laguna grande: potá es grande y lauquén, laguna.
Siguiendo el juicioso plan de los españoles, yo establecí esta frontera colocando los fuertes principales en la banda sur del Río Quinto.
En la frontera internacional esto habría sido un error militar, pues los obstáculos deben siempre dejarse a vanguardia para que el enemigo sea quien los supere primero.
Pero en la guerra con los indios el problema cambia de aspecto, lo que hay que aumentarle a este enemigo no son los obstáculos para entrar, sino los obstáculos para salir.
El punto fuerte principal de la nueva línea de frontera sobre el Río Quinto se llama Sarmiento. De allí arranca el camino que por Laguna del Cuero, famosa para los cristianos, conduce a Leubucó, centro de las tolderías ranquelinas.
De allí emprendí mi marcha.
Mañana continuaré.
Hoy he perdido tiempo en ciertos detalles creyendo que para ti no carecerían de interés.
Si al público a quien le estoy mostrando mi carta le sucediese lo mismo, me podría acostar a dormir tranquilo y contento como un colegial que ha estudiado bien su lección y la sabe.
¿Cómo saberlo?
Tantas veces creemos hacer reír con un chiste y el auditorio no hace ni un gesto.
Por eso toda la sabiduría humana está encerrada en la inscripción del templo de Delfos.

II.

Deseos de un viaje a los ranqueles. Una china y un bautismo. Peligros de la diplomacia militar con los indios. El indio Linconao. Mañas de los indios. Efectos del deber sobre el temperamento. ¿Qué es un parlamento? Desconfianza de los indios para beber y fumar. Sus preocupaciones al comer y beber. Un lenguaraz. Cuánto dura un parlamento y qué se hace con él. Linconao atacado de las viruelas. Efecto de la viruela en los indios. Gratitud de Linconao. Reserva de un fraile.

Hacía ya mucho tiempo que yo rumiaba el pensamiento de ir a Tierra Adentro.
El trato con los indios que iban y venían al Río Cuarto, con motivo de las negociaciones de paz entabladas, había despertado en mí una indecible curiosidad.
Es menester haber pasado por ciertas cosas, haberse hallado en ciertas posiciones, para comprender con qué vigor se apoderan ciertas ideas de ciertos hombres; para comprender que una misión a los ranqueles puede llegar a ser para un hombre como yo, medianamente civilizado, un deseo tan vehemente, como puede ser para cualquier ministeril una secretaría en la embajada de París.
El tiempo, ese gran instrumento de las empresas buenas y malas, cuyo curso quisiéramos precipitar, anticipándonos a los sucesos para que éstos nos devoren o nos hundan, me había hecho contraer ya varias relaciones, que puedo llamar íntimas.
La china Carmen, mujer de veinticinco años, hermosa y astuta, adscrita a una comisión de las últimas que anduvieron en negociados conmigo, se había hecho mi confidente y amiga, estrechándose estos vínculos con el bautismo de una hijita mal habida que la acompañaba y cuya ceremonia se hizo en el Río Cuarto con toda pompa, asistiendo un gentío considerable y dejando entre los muchachos un recuerdo indeleble de mi magnificencia, a causa de unos veinte pesos bolivianos que cambiados en medios y reales arrojé a la manchancha esa noche inolvidable, al son de los infalibles gritos: ¡padrino pelado!
Sólo quien haya tenido ya el gusto de ser padrino, comprenderá que noches de ese género pueden ser realmente inolvidables para un triste mortal sin antecedentes históricos, sin títulos para que su nombre pase a la posteridad, grabándose con caracteres de fuego en el libro de oro de la historia.
¡Ah!, tú has sido padrino pelado alguna vez, y me comprenderás.
Carmen no fue agregada sin objeto a la comisión o embajada ranquelina en calidad de lenguaraz, que vale tanto como secretario de un ministro plenipotenciario.
Mariano Rosas ha estudiado bastante el corazón humano, como que no es un muchacho; conoce a fondo las inclinaciones y gustos de los cristianos, y por un instinto que es de los pueblos civilizados y de los salvajes, tiene mucha confianza en la acción de la mujer sobre el hombre, siquiera esté ésta reducida a una triste condición.
Carmen fue despachada, pues, con su pliego de instrucciones oficiales y confidenciales por el Talleyrand del desierto, y durante algún tiempo se ingenió con bastante habilidad y maña. Pero no con tanta que yo no me apercibiese, a pesar de mi natural candor, de lo complicado de su misión, que de haber dado con otro Hernán Cortés habría podido llegar a ser peligrosa y fatal para mí, desacreditando gravemente mi gobierno fronterizo.
Pasaré por alto una infinidad de detalles, que te probarían hasta la evidencia todas las seducciones a que está expuesta la diplomacia de un jefe de fronteras, teniendo que habérselas con secretarios como mi comadre; y te diré solamente que esta vez se le quemaron los libros de su experiencia a Mariano, siendo Carmen misma la que me inició en los secretos de su misión.
El hecho es que nos hicimos muy amigos, y que a sus buenos informes del compadre debo yo en parte el crédito de que llegué precedido cuando hice mi entrada triunfal en Leubucó.
Otra conexión íntima contraje también durante las últimas negociaciones.
El cacique Ramón, jefe de las indiadas del Rincón, me había enviado su hermano mayor, como muestra de su deseo de ser mi amigo.
Linconao, que así se llama, es un indiecito de unos veintidós años, alto, vigoroso, de rostro simpático, de continente airoso, de carácter dulce, y que se distingue de los demás indios en que no es pedigüeño .
Los indios viven entre los cristianos fingiendo pobrezas y necesidades, pidiendo todos los días; y con los mismos preámbulos y ceremonias piden una ración de sal, que un poncho fino o un par de espuelas de plata.
Tener que habérselas con una comisión de estos sujetos, para un jefe de frontera, presupone tener que perder todos los días unas cuatro horas en escucharles.
Yo, que por mi temperamento sanguíneo-bilioso no soy muy pacienzudo que digamos, he descubierto con este motivo que el deber puede modificar fundamentalmente la naturaleza humana.
En algunos parlamentos de los celebrados en el Río Cuarto, más de una vez derroté a mis interlocutores, cuyo exordio sacramental era: -Para tratar con los indios se necesita mucha paciencia, hermano.
No sé si tenéis idea de lo que es un parlamento en tierra de cristianos; y digo en tierra de cristianos, porque en tierra de indios, el ritual es diferente.
Un parlamento es una conferencia diplomática.
La comisión se manda anunciar anticipadamente con el lenguaraz. Si la componen veinte individuos, los veinte se presentan.
Comienzan por dar la mano por turno de jerarquía y en esa forma, se sientan, con bastante aplomo, en las sillas o sofás que se les ofrecen.
El lenguaraz, es decir, el intérprete secretario, ocupa la derecha del que hace cabeza.
Habla éste y el lenguaraz traduce, siendo de advertir que aunque el plenipotenciario entienda el castellano y lo hable con facilidad, no se altera la regla.
Mientras se parlamenta hay que obsequiar a la comisión con licores y cigarros.
Los indios no rehusan jamás beber, y cigarros, aunque no los fumen sobre tablas, reciben mientras les den.
Pero no beben ni fuman cuando no tienen confianza plena en la buena fe del que les obsequia, hasta que éste no lo haya hecho primero.
Una vez que la confianza se ha establecido cesan las precauciones, y echan al estómago el vaso de licor que se les brinda, sin más preámbulos que el de sus preocupaciones.
Una de ellas estriba en no comer ni beber cosa alguna, sin antes ofrecerle las primicias al genio misterioso en que creen y al que adoran sin tributarle culto exterior.
Consiste esta costumbre en tomar con el índice y el pulgar un poco de la cosa que deben tragar o beber y en arrojarla a un lado, elevando la vista al cielo y exclamando: ¡Para Dios!
Es una especie de conjuro. Ellos creen que el díablo, Gualicho , está en todas partes, y que dándole lo primero a Dios, que puede más que aquél, se hace el exorcismo.
El parlamento se inicia con una serie inacabable de salutaciones y preguntas, como verbigracia: -¿Cómo está usted? ¿Cómo están sus jefes, oficiales y soldados? ¿Cómo le ha ido a usted desde la última vez que nos vimos? ¿No ha habido alguna novedad en la frontera? ¿No se le han perdido algunos caballos?
Después siguen los mensajes, como por ejemplo: -Mi hermano, o mi padre, o mi primo, me han encargado le diga a usted que se alegrará que esté usted bueno en compañía de todos sus jefes, oficiales y soldados; que desea mucho conocerle; que tiene muy buenas noticias de usted; que ha sabido que desea usted la paz y que eso prueba que cree en Dios y que tiene un excelente corazón.
A veces cada interlocutor tiene su lenguaraz, otras es común.
El trabajo del lenguaraz es ímprobo en el parlamento más insignificante. Necesita tener una gran memoria, una garganta de privilegio y muchísima calma y paciencia.
¡Pues es nada antes de llegar al grano tener que repetir diez o veinte veces lo mismo!
Después que pasan los saludos, cumplimientos y mensajes, se entra a ventilar los negocios de importancia, y una vez terminados éstos, entra el capítulo quejas y pedidos, que es el más fecundo.
Cualquier parlamento dura un par de horas, y suele suceder al rato de estar en él, que varios de los interlocutores están roncando. Como el único que tiene responsabilidad en lo que se ventila es el que hace cabeza, después que cada uno de los que le acompañan ha sacado su piltrafa, ya la cosa ni le interesa ni le importa y, no pudiendo retirarse, comienza a bostezar y acaba por dormirse, hasta que el plenipotenciario, apercibiéndose del ridículo, pide permiso para terminar y retirarse, prometiendo volver muy pronto, pues tiene muchas cosas más que decir aún.
Linconao fue atacado fuertemente de las viruelas, al mismo tiempo que otros indios.
Trajéronme el aviso, y siendo un indio de importancia que me estaba muy recomendado y que por sus prendas y carácter me había caído en gracia, fuime en el acto a verle.
Los indios habían acampado en tiendas de campaña que yo les había dado, sobre la costa de un lindo arroyo tributario del Río Cuarto.
En un albardón verde y fresco, pintado de flores silvestres, estaban colocadas las tiendas en dos filas, blanqueando risueñamente sobre el campestre tapete.
Todos ellos me esperaban mustios, silenciosos y aterrados, contrastando el cuadro humano con el de la riente naturaleza y la galanura del paisaje.
Linconao y otros indios yacían en sus tiendas revolcándose en el suelo con la desesperación de la fiebre; sus compañeros permanecían a la distancia, en un grupo, sin ser osados a acercarse a los virulentos y mucho menos a tocarles.
Detrás de mí iba una carretilla ex profeso.
Acerquéme primero a Linconao y después a los otros enfermos; habléles a todos animándolos, llamé a algunos de sus compañeros para que me ayudaran a subirlos al carro; pero ninguno de ellos obedeció, y tuve que hacerlo yo mismo con el soldado que lo tiraba.
Linconao estaba desnudo y su cuerpo invadido de la peste con una virulencia horrible.
Confieso que al tocarle sentí un estremecimiento semejante al que conmueve la frágil y cobarde naturaleza cuando acometemos un peligro cualquiera.
Aquella piel granulenta al ponerse en contacto con mis manos me hizo el efecto de una lima envenenada.
Pero el primer paso estaba dado y no era noble, ni digno, ni humano, ni cristiano, retroceder, y Linconao fue alzado a la carretilla por mí, rozando su cuerpo mi cara.
Aquel fue un verdadero triunfo de la civilización sobre la barbarie; el cristianismo sobre la idolatría.
Los indios quedaron profundamente impresionados; se hicieron lenguas alabando mi audacia y llamáronme su padre.
Ellos tienen un verdadero terror pánico a la viruela, que sea por circunstancias cutáneas o por la clase de su sangre, los ataca con furia mortífera.
Cuando en Tierra Adentro aparece la viruela, los toldos se mudan de un lado al otro, huyendo las familias despavoridas a largas distancias de los lugares infestados.
El padre, el hijo, la madre, las personas más queridas son abandonadas a su triste suerte, sin hacer más en favor de ellas que ponerles alrededor del lecho agua y alimentos para muchos días.
Los pobres salvajes ven en la viruela un azote del cielo, que Dios les manda por sus pecados.
He visto numerosos casos y son rarísimos los que se han salvado, a pesar de los esfuerzos de un excelente facultativo, el doctor Michaut, cirujano de mi División.
Linconao fue asistido en mi casa, cuidándolo una enfermera muy paciente y cariñosa, interesándose todos en su salvación, que felizmente conseguimos.
El cacique Ramón me ha manifestado el más ardiente agradecimiento por los cuidados tributados a su hermano, y éste dice que después de Dios, su padre soy yo, porque a mí me debe la vida.
Todas estas circunstancias, pues, agregadas a las consideraciones mentadas en mi carta anterior, me empujaban al desierto.
Cuando resolví mi expedición, guardé el mayor sigilo sobre ella.
Todos vieron los preparativos, todos hacían conjeturas, nadie acertó.
Sólo un fraile amigo conocía mi secreto.
Y esta vez no sucedió lo que debiera haber sucedido de ser cierto el dicho del moralista: Lo que uno no quiere que se sepa no debe decirse.
Es que la humanidad, por más que digan, tiene muchas buenas cualidades, entre ellas, la reserva y la lealtad.
Supongo que serás de mi opinión, y con esto me despido hasta mañana.

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GUY DE MAUPASSANT Bola de Sebo


Maupassant, Guy de (1850- 1893) Escritor francés nació en el Château de Miromesnil, en Normandía (Francia), en 1850. Estudió en Yvetot y Ruán.
Desde joven perteneció al grupo literario que tenía como centro al reconocido novelista Gustave Flaubert, de quien era amigo Maupassant, y de quien recibió su formación literaria.
En 1880 publicó el cuento considerado uno de los mejores en su género: "Bola de Sebo", incluido en "Las veladas de Médan".
En los años que siguieron realizó más de doscientos cuentos, entre ellos "Mademoiselle Fifi" de 1882 y "La Parure" en 1884.
Sus obras están escritas en un estilo sencillo, en dónde se transmite con realismo lo sórdido y cruel de la esencia humana. Esto se refleja tanto en sus relatos, así como también en sus tres colecciones de recuerdos de viajes, y en sus seis novelas, entre ellas se pueden citar: "Una vida" de 1883; "Bel Amí" de 1885; "Los dos hermanos" de 1888; "La mano izquierda" de 1889 y "Nuestro corazón" de 1890.
Maupassant, uno de los más grandes escritores de cuentos de la literatura francesa y universal, falleció en 1893.

BOLA DE SEBO

Durante varios días los restos del ejérci­to derrotado habían cruzado la ciudad. No era tropa: eran hordas desbandadas. Los hombres tenían la barba larga y sucia, uniformes en harapos, y avanzaban con paso blando, sin bandera, sin regimiento. Todos parecían abrumados, exte­nuados, incapaces de un pensamiento o de una resolución. Caminaban únicamente por costumbre y caían de fatiga en cuanto se detenían. Sobre todo, los movilizados, gente pacífica, rentistas tranqui­los, se doblaban bajo el peso del fusil; pequeños voluntarios alertas, fáciles para el espanto y rápidos para el entusiasmo, prontos al ataque como a la huida. Luego, en medio de ellos, algunos pantalo­nes rojos, despojos de una división diezmada en una gran batalla, artilleros sombríos alineados con esos infantes diversos; y a veces, el casco brillante de un dragón de pie lerdo que seguía con dificultad la marcha más liviana de los infantes.

Legiones de francotiradores con apodos heroi­cos: "los Vengadores de la Derrota", "los Ciudada­nos de la Tumba", "los Compartidores de la muer­te", pasaban a su vez con aspecto de bandidos.

Sus jefes, antiguos comerciantes en telas o en granos, ex vendedores de sebo o de jabón, guerreros de circunstancias, ascendidos a oficiales por su peso o por el tamaño de sus bigotes, cubiertos de armas, de franela y de galones, hablaban con voz retumbante, discutían planes de campaña, y pretendían sostener, solos, la Francia agonizante sobre sus hombros de fanfarrones, pero temían a veces a sus propios solda­dos, gente de horca y cuchillo, temerarios hasta la exageración, saqueadores y libertinos.

Los prusianos iban a entrar en Rouen, se decía.

La guardia nacional, que desde hacía dos meses efectuaba reconocimientos muy prudentes en los bosques vecinos, fusilando a veces a sus propios centinelas, y preparándose al combate cuando un conejito se movía entre las malezas, ya había regre­sado a sus hogares. Sus armas, sus uniformes, todo el equipo mortífero con el cual aterrorizaban otrora a tres leguas a la redonda los límites de las rutas nacionales, había desaparecido súbitamente.

Los últimos soldados franceses acababan, en fin, de cruzar el Sena para llegar a Pont-Audemer por Saint-Sever y Bourg-Achard; y caminando a la zaga, el general desesperado, que no podía intentar nada con esos pingajos informes, desesperado él también ante la gran catástrofe de un pueblo acos­tumbrado a vencer y desastrosamente vencido a pesar de su valor legendario, se iba a pie entre dos oficiales de orden.

Luego, una paz profunda, una espera aterrada y silenciosa había caído sobre la ciudad. Muchos bur­gueses barrigones, embotados por el comercio, es­peraban ansiosamente a los vencedores, temblando de que sus asadores o sus grandes cuchillos de cocina fueran considerados como armas.

La vida parecía detenida; las tiendas estaban cerradas; la calle silenciosa. A veces un habitante, intimidado por ese silencio, se deslizaba rápidamen­te a lo largo de las paredes.

La angustia de la espera hacía desear la llegada del enemigo.

En la tarde del día que siguió a la partida de las tropas francesas, algunos ulanos salidos no se sabe de dónde atravesaron rápidamente la ciudad. Luego, un poco más tarde, una masa negra bajó de la barranca Santa Catalina, mientras otros dos ríos invasores aparecían por las rutas de Darnetal y de Boisguillaume. Justo en el mismo momento las avanzadas de tres cuerpos se unieron en la plaza de la Municipalidad, y por todas las calles cercanas llega­ba el ejército alemán, desparramando sus batallo­nes, que hacían sonar el empedrado bajo su paso rítmico y duro.

Ordenes gritadas por una voz desconocida y gutural subían a lo largo de las casas, que parecían muertas y desiertas, mientras, tras los postigos ce­rrados, los ojos espiaban a esos hombres victoriosos, dueños de la ciudad, de las fortunas y de las vidas por el "derecho de guerra". Los habitantes, en sus cuar­tos ensombrecidos, sentían el enloquecimiento que dan los cataclismos, los grandes trastornos mortífe­ros de la tierra, contra los cuales resultan inútiles toda fuerza y toda sabiduría. Pues la misma sensa­ción vuelve a aparecer cada vez que el orden estable­cido de las cosas es subvertido, que todo lo que protegían las leyes de los hombres o de la naturaleza se encuentra a la merced de una brutalidad incons­ciente y feroz. El temblor de tierra que aplasta a un pueblo entero bajo las casas derrumbadas; el río desbordado que mezcla a los campesinos ahogados con los cadáveres de bueyes y las vigas arrancadas a los techos, o el ejército victorioso que asesina a los que se defienden, lleva prisioneros a los otros, sa­quea en nombre de la espada y da gracias a Dios al son del cañón, son otras tantas plagas espantosas que desconciertan toda creencia en la justicia eterna, toda la confianza que nos ha sido enseñada en la protección del cielo y en la razón de los hombres.

Pero a cada puerta golpeaban pequeños desta­camentos y luego desaparecían en las casas. Era la ocupación después de la invasión. Empezaba para los vencidos el deber de mostrarse amables con los vencedores.

Luego de algún tiempo, una vez desaparecido el primer terror, una nueva paz se estableció. En muchas familias el oficial prusiano comía a la mesa. A veces era bien educado y por cortesía compadecía a Francia; decía su repugnancia en tomar parte en esa guerra. Le quedaban agradecidos por ese sentimien­to; además, un día u otro podían necesitar su protec­ción. Quizás halagándolo podrían alimentar a algu­nos hombres menos. ;Y por qué herir a alguien de quien se depende completamente? Obrar así no sería coraje, sino temeridad. Y la temeridad ya no es un defecto de los burgueses de Rouen, como en los tiempos de las defensas heroicas, cuando se hizo ilustre la ciudad. Se decía, por fin, razón suprema, sacada de la urbanidad francesa, que era permitido ser cortés en el interior, con tal de no mostrar familiaridades en público con el soldado extranjero. Afuera ya no se conocían, pero en la casa se conversa­ba con gusto, y el alemán permanecía mucho tiem­po, cada noche, calentándose en el hogar común.

La ciudad poco a poco recobraba su aspecto habitual. Los franceses todavía no salían, pero los soldados prusianos hormigueaban en las calles. Por otra parte, los oficiales de los húsares azules, que arrastraban con arrogancia sus grandes instrumentos mortíferos sobre el empedrado, no parecían tener mucho más desprecio por los simples ciudadanos que los oficiales de cazadores que el año anterior bebían en los mismos cafés. No obstante, había algo en el aire, algo sutil y desconocido, una intolerable atmósfera extraña, como un olor desparramado, el olor de la invasión. Llenaba las viviendas y las plazas públicas, cambiaba el gusto de los alimentos, daba la impresión de estar de viaje, muy lejos, entre tribus bárbaras y peligrosas.

Los vencedores exigían dinero; bastante dinero y los habitantes pagaban siempre. Por lo demás eran ricos. Pero cuanto más opulento es un comerciante normando, más sufre por cualquier sacrificio, por cualquier partícula de su fortuna que ve pasar a manos de otros.

Sin embargo, a dos o tres leguas de la ciudad, siguiendo el curso del arroyo hacia Croisset, Diep­pedalle o Biessart, los marineros y los pescadores sacaban a menudo del fondo del agua el cadáver de algún alemán, hinchado en su uniforme, muerto de una puñalada o de un golpe, la cabeza aplastada por una piedra o arrojado al agua de un empujón desde lo alto de un puente. El fango del río amortajaba estas oscuras venganzas, salvajes y legítimas, heroís­mos desconocidos, ataques mudos, más peligrosos que las batallas en pleno día y sin la resonancia de la gloria.

Pues el odio por el extranjero arma siempre a algunos intrépidos dispuestos a morir por una idea. En fin, como los invasores, aunque avasallaban la ciudad con su inflexible disciplina, no habían cometido ninguno de los horrores que la fama les hacía cometer a lo largo de su marcha triunfal, la gente empezó a animarse, y la necesidad del negocio trabajó de nuevo el magín de los comerciantes del país. Algunos tenían importantes intereses compro­metidos en El Havre, entonces ocupado por el ejér­cito francés, y resolvieron tratar de llegar a ese puerto yendo por tierra a Dieppe, en donde se embarcarían.

Emplearon la influencia de los oficiales alemanes con los cuales se habían relacionado y obtuvieron del general en jefe la autorización para partir. Por lo tanto, habiendo reservado una gran diligencia de cuatro caballos para el viaje, e inscrito en la cochería diez personas, se resolvió partir un martes por la mañana antes del alba para evitar cualquier aglomeración.

A las cuatro de la mañana los viajeros se reunie­ron en el patio del hotel de Normandía, donde tomarían el coche.

Estaban aún adormilados y tiritaban de frío bajo sus mantas. Se distinguían mal en la oscuridad; y las pesadas ropas de invierno hacían que todos esos cuerpos se pareciesen a curas obesos con largas sota­nas. Pero dos hombres se reconocieron; un tercero se acercó; conversaron:

-Llevo a mi mujer.

-Y yo también.

El primero agregó:

-No volveremos a Rouen, y si los prusianos se acercan a El Havre, pasaremos a Inglaterra.

Todos tenían los mismos proyectos, pues com­partían ideas semejantes.

Sin embargo, no enganchaban el coche. Una pequeña linterna, llevada por un mozo de establo, salía de tanto en tanto de una puerta oscura para desaparecer inmediatamente en otra. Cascos de ca­ballos golpeaban la tierra, amortiguados por el es­tiércol de las pajazas, y se oía en el fondo del edificio una voz de hombre que hablaba a los animales y profería insultos. Un ligero murmullo de cascabeles anunció que movían los arneses; ese murmullo fue pronto un estremecimiento claro y continuo, ritma­do por el movimiento del animal, deteniéndose a veces, volviendo a empezar en una brusca sacudida que acompañaba el ruido sordo de una herradura que golpeaba el suelo.

La puerta se cerró súbitamente. Cesó todo ruido. Los burgueses, helados, habían callado; per­manecían inmóviles y rígidos.

Una cortina ininterrumpida de copos blancos reverberaba sin cesar, descendiendo hasta la tierra; velaba las formas, empolvaba las cosas de una espu­ma de hielo; y sólo se oía en el gran silencio de la gran ciudad apacible y amortajada bajo el invierno ese susurro vago, innombrable y flotante de la nieve que cae; más bien sensación que ruido, enlazamien­to de átomos ligeros que parecían llenar el espacio, cubrir el mundo.

El hombre reapareció con su linterna, llevando en el extremo de una cuerda a un caballo triste que no parecía seguirlo con gusto. Lo colocó contra la lanza, lo ató a los tiros, dio muchas veces vuelta a su alrededor para asegurar los arneses, pues únicamen­te podía utilizar una mano, por llevar la luz en la otra. Cuando iba en busca del segundo animal advir­tió a todos esos pasajeros inmóviles, ya blancos de nieve:

-¿Por qué no suben al coche? Por lo menos estarán al abrigo.

No habían pensado en ello, sin duda, y se apresuraron. Los tres hombres instalaron a sus muje­res en el fondo y subieron luego; después las otras formas indecisas y veladas tomaron a su vez os últimos lugares sin cambiar una palabra.

El piso estaba cubierto de paja, en la cual se hundieron los pies. Las damas del fondo, que habían traído pequeños braseros de cobre con un carbón químico, encendieron esos aparatos, y durante al­gún tiempo, en voz baja, enumeraron las ventanas, repitiéndose cosas que sabían desde hacía tiempo.

Cuando la diligencia estuvo uncida con seis caballos en lugar de cuatro, a causa del tiro más penoso, una voz preguntó desde fuera:

-¿Ha subido todo el mundo?

Una voz respondió desde adentro:

-Sí.

Partieron.

El coche avanzaba lentamente, lentamente. Las ruedas se hundían en la nieve; el cofre entero gemía con sordos crujidos, y el látigo gigantesco del cochero chasqueaba sin descanso, revoloteaba por todos lados, enrollándose y desenrollándose como una serpiente delgada, y pegando bruscamente al­guna grupa rolliza que se alargaba entonces bajo un esfuerzo más violento.

Pero el día crecía imperceptiblemente. Esos copos livianos, que un viajero ruenés de pura sangre había comparado con una lluvia de algodón, ya no caían. Un resplandor sucio se filtraba a través de grandes nubes oscuras y pesadas que hacían más brillante la blancura del campo en donde aparecían, tan pronto una hilera de grandes árboles vestidos de escarcha, tan pronto un rancho con una capucha de nieve.

En el coche, la gente se miraba curiosamente bajo la triste claridad de esa aurora. Completamente al fondo dormitaban en los mejores asientos el señor y la señora Loiseau, comer­ciantes en vino al por mayor de la calle Grand-Pont.

Antiguo dependiente de un patrón arruinado en los negocios, Loiseau había comprado el fondo del comercio y había hecho fortuna. Vendía muy barato muy malos vinos a los vendedores minoristas del campo, y era considerado entre sus relaciones y sus amigos como un pillo astuto, un verdadero normando lleno de picardías y de jovialidad.

Su reputación de tramposo estaba tan bien establecida, que una noche en la prefectura el señor Tournel, autor de fábulas y de canciones, espíritu fino y mordaz, una gloria local, propuso a las seño­ras, que veía un poco soñolientas, jugar un partido de Loiseau vole. El chiste voló a través de los salones del prefecto; luego, introduciéndose en los de la ciudad, hizo reír durante un mes todas las mandíbu­las de la provincia.

Loiseau era célebre, además, por sus bromas de toda naturaleza, sus bromas buenas o malas; y nadie podía hablar de él sin agregar inmediatamente: "Es impagable este Loiseau...".

De estatura exigua, presentaba un vientre co­mo una pelota, dominado por un rostro rijozo entre dos patillas canosas.

Su mujer, grande, fuerte, resuelta, tenía la voz alta y la decisión rápida; era el orden y la aritmética de la casa de comercio, que él animaba con su alegre actividad.

Al lado de ellos se encontraba, más digno, pues pertenecía a una casta superior, el señor Carré­ Lamadon, hombre considerable, comerciante en al­godón, propietario de tres hilanderías, oficial de la Legión de Honor y miembro del Consejo General. Durante todo el imperio había permanecido como jefe de la benevolente oposición únicamente para hacerse pagar más caro su unión a la causa que combatía con armas corteses, según su propia expre­sión. La señora Carré-Lamadon, mucho más joven que su marido, era el consuelo de los oficiales de buena familia enviados a Rouen en guarnición.

Junto a su marido parecía muy pequeña, muy graciosa, muy bonita, apelotonada, acurrucada en sus pieles, y miraba con ojos desolados el interior lamentable del coche.

Sus vecinos, el conde y la condesa Huberto de Breville, llevaban uno de los nombres más antiguos y más nobles de Normandía. El conde, viejo gentil­hombre de gran apariencia, se esforzaba en acentuar por los artificios de su toilette su parecido natural con el rey Enrique IV, que, según una leyenda gloriosa para la familia, había dejado encinta a una señora de Breville, cuyo marido, por ese hecho, había sido conde y gobernador de provincia.

Colega del señor Carré-Lamadon en el Consejo General, el conde Huberto representaba el partido orleanista en el departamento. La historia de su casamiento con la hija de un pequeño armador de Nantes había permanecido siempre misteriosa. Pero como la condesa tenía gran apariencia, recibía mejor que nadie, y hasta pasaba por haber sido amada por uno de los hijos de Luis Felipe, toda la nobleza la agasajaba y su salón seguía siendo el primero del país, el único en donde se conservaba la vieja galan­tería y cuya entrada era difícil.

La fortuna de los Breville, toda en bienes raíces, alcanzaba, se decía, a unas quinientas mil libras de renta.

Esas seis personas formaban el fondo del coche, el lado de la sociedad rentista, serena y fuerte, de la gente honrada, autorizada, que tiene religión y principios.

Por un extraño azar, todas las mujeres estaban en el mismo banco; y la condesa tenía además por vecinas a dos hermanitas que desgranaban largos rosarios, murmurando Pater y Ave. Una era vieja y tenía el rostro comido por la viruela, como si hubie­ra recibido una descarga de metralla en plena cara. La otra, muy endeble, tenía un rostro lindo y enfer­mizo sobre un pecho de tísica carcomida por esa fe devoradora que hace mártires e iluminados.

Frente a las dos religiosas, un hombre y una mujer atraían todas las miradas.

El hombre, muy conocido, era Cornudet, el demócrata, el terror de las personas respetables. Desde hacía veinte años mojaba su gran barba roja en los bocks de todos los cafés democráticos. Habíase comido con sus hermanos y amigos una fortuna bastante abultada que le venía de su padre, ex confitero, y esperaba impacientemente la República para obtener, por fin, el lugar merecido por tantas consumiciones revolucionarias. El cuatro de sep­tiembre, a consecuencia de una broma, quizá, se había creído nombrado prefecto, pero cuando quiso entrar en funciones, los escribientes, únicos dueños del lugar, rehusaron reconocerlo, lo que lo obligó a retirarse. Muy buen muchacho, por otra parte, ino­fensivo y servicial, se había ocupado con un fervor incomparable de organizar la defensa. Había hecho cavar agujeros en las praderas, voltear todos los árboles jóvenes de los bosques vecinos, sembrar trampas en todas las rutas, y al acercarse el enemigo, satisfecho de sus preparativos, se había replegado rápidamente hacia la ciudad. Ahora pensaba ser más útil en El Havre, donde iban a ser necesarios nuevos destacamentos.

La mujer, una de esas llamadas galantes, era célebre por su precoz gordura, que le había valido el sobrenombre de Bola de Sebo. Baja, redonda por todas partes, gorda a reventar, con dedos hinchados, estrangulados en las falanges, semejantes a rosarios de pequeñas salchichas, de piel brillante y tensa, un pecho enorme que resaltaba bajo el vestido, era todavía apetitosa y buscada, pues su frescura era agradable a la vista. Su rostro era una manzana roja, un pimpollo de peonía pronto a brotar; y en todo eso se abrían, arriba, dos ojos negros. magníficos, som­breados por grandes pestañas espesas que ponían una sombra dentro de ellos. Abajo, una boca encantado­ra, angosta, húmeda para el beso, adornada por dientes brillantes y menudos.

Poseía, además, según se decía, cualidades inapreciables.

En cuanto fue reconocida, corrieron susurros entre las mujeres honradas, y las palabras "prostitu­ta", "vergüenza pública", fueron susurradas tan alto que ella alzó la cabeza. Entonces paseó sobre sus vecinos una mirada tan provocativa y osada, que inmediatamente reinó un gran silencio y todo el mundo bajó los ojos, a excepción de Loiseau, que espiaba con aire socarrón.

Pero pronto se reanudó la conversación entre las tres señoras súbitamente amigas, casi íntimas, por la presencia de esa mujer. Tenían que hacer, les parecía, como un haz con sus dignidades de esposas frente a esa vendida sin vergüenza, pues el amor legal siempre mira de arriba a su libre colega.

También los tres hombres, que el aspecto de Cornudet acercaba a un instinto conservador, habla­ban de dinero con un cierto tono desdeñoso para los pobres. El conde Huberto decía los destrozos que le habían causado los prusianos, las pérdidas que resul­tarían del ganado robado y de las cosechas perdidas, con una seguridad de gran señor diez veces millona­rio a quien esos estragos molestarían apenas un año. El señor Carre-Lamadon, muy golpeado en la indus­tria algodonera, había tenido cuidado de mandar seiscientos mil francos a Inglaterra, una pequeña reserva para cualquier ocasión. En cuanto a Loiseau, se había arreglado para vender a la intendencia francesa todos los vinos comunes que le quedaban en la bodega, de manera que el Estado le debía una suma formidable que pensaba cobrar en El Havre.

Y los tres se lanzaban miradas rápidas y amis­tosas. Aunque de distinta condición, se sentían hermanos por el dinero; de la masonería de los que poseen, de los que hacen sonar el oro poniendo la mano en el bolsillo del pantalón.

El coche iba tan lentamente que a las diez de la mañana no habían andado cuatro leguas. Los hom­bres bajaron tres veces para subir las cuestas a pie. Empezaban a inquietarse, pues pensaban almorzar en Tótes y ya estaban perdiendo la esperanza de llegar antes de la noche. Todos acechaban para descubrir un mesón en el camino, cuando la diligen­cia se empantanó en un amontonamiento de nieve y hubo que perder dos horas para sacarla.

El apetito crecía, turbaba los ánimos; y ningún boliche, ninguna venta de vino aparecía. La cercanía de los prusianos y el paso de las tropas francesas hambrientas habían asustado a los comerciantes.

Los señores corrieron a buscar provisiones a las chacras de la vera del camino, pero no encontraron ni siquiera pan, pues el campesino, desconfiado, escondía sus reservas por temor a ser saqueado por los soldados, que al no tener nada que ponerse bajo el diente tomaban por la fuerza lo que descubrían.

Hacia la una del día Loiseau anunció que deci­didamente sentía un, fuerte vacío en el estómago. Desde hacía tiempo todo el mundo sufría como él; y a medida que aumentaba el violento deseo de comer, morían las conversaciones.

De cuando en cuando, alguno bostezaba; otro lo imitaba casi en seguida. Y cada uno por turno, según su carácter, su educación y su posición social, abría la boca con estruendo o modestamente, po­niendo una mano ante la entrada abierta, de la cual salía como un vapor.

Bola de Sebo, en diversas ocasiones, se había inclinado como si buscara algo bajo sus faldas. Titu­beaba un minuto, miraba a sus vecinos; luego se enderezaba tranquilamente. Los rostros estaban pá­lidos y crispados. Loiseau afirmó que pagaría mil francos por un jamón. Su mujer hizo un ademán como para protestar; luego se calmó. Siempre sufría cuando oía hablar de dinero despilfarrado y ni si­quiera comprendía las bromas a ese respecto.

-La verdad es que no me siento bien -dijo el conde-. ¿Cómo no pensé en traer provisiones?

Cada cual se hacía el mismo reproche.

Sin embargo, Cornudet tenía una botella llena de ron. Ofreció; rechazaron fríamente. Sólo Loiseau aceptó dos gotas, y cuando devolvió la botella agra­deció:

-Es bueno; calienta y engaña el apetito.

El alcohol lo puso de buen humor y propuso que se hiciera como en el pequeño navío de la canción: comer al más gordo de los viajeros. Esta alusión indirecta a Bola de Sebo chocó a la gente bien educada. Nadie contestó; sólo Cornudet esbozó una sonrisa. Las dos hermanitas habían dejado de desgranar sus rosarios, y las manos sumergidas en sus grandes mangas, permanecían inmóviles, los ojos bajos obstinadamente, ofreciendo sin duda al cielo el sufrimiento que les mandaba.

Por fin, a las tres, cuando se encontraban en medio de un valle interminable, sin un solo pueblo a la vista, Bola de Sebo, agachándose rápidamente, sacó de abajo del asiento una gran canasta cubierta por una servilleta blanca.

Sacó primeramente un plato pequeño de porce­lana y un fino vaso de plata; luego una vasija, en la cual dos pollos enteros, cortados, se conservaban bajo la gelatina; además, se veían en la canasta muchas otras cosas apetecibles: pasteles, frutas, go­losinas; provisiones preparadas para un viaje de tres días a fin de no tener que probar la comida de las posadas. Cuatro cuellos de botellas pasaban entre los paquetes de alimentos. Tomó un ala de pollo y delicadamente se puso a comerla con uno de esos pancitos que en Normandía se llaman "Regencia".

Todas las miradas convergían en ella. Luego el olor se desparramó, ensanchando las narices, llenan­do las bocas de una saliva abundante, con una con­tracción dolorosa de las mandíbulas junto a las orejas. El desprecio de las señoras por esa mujer se volvía feroz; sentían como ganas de matarla o de tirarla del coche en la nieve, a ella, su vaso, su canasto y sus provisiones.

Pero Loiseau devoraba con los ojos la cazuela de pollo. Dijo:

-Me alegro; la señora ha sido más precavida que nosotros. Hay personas que piensan siempre en todo.

Ella alzó la cabeza hacia él:

-¿Desea un bocado el señor? Es duro ayunar desde la mañana.

El saludó:

-Francamente, no digo que no; ya no puedo más. Hay que hacer de la necesidad virtud; ¿no es verdad, señora?

Y echando una mirada circular, agregó:

-En momentos como éste uno se alegra de encontrar gente servicial.

Tenía un diario que extendió para no manchar su pantalón, y con la punta de un cuchillo que llevaba en el bolsillo sacó un muslo barnizado de gelatina, lo cortó con los dientes, y luego lo masticó con una satisfacción tan evidente que hubo en el coche un gran suspiro de angustia.

Pero Bola de Sebo, con voz humilde y dulce, propuso a las dos hermanitas que compartieran su colación. Las dos aceptaron instantáneamente, y sin alzar los ojos se pusieron a comer muy rápido des­pués de haber balbuceado las gracias. Cornudet tampoco rechazó los ofrecimientos de su vecina y formaron con las religiosas una sola mesa, desple­gando diarios sobre las rodillas.

Las bocas se abrían y se cerraban sin cesar; tragaban, masticaban, engullían ferozmente. Loi­seau, en su rincón, trabajaba firme, y en voz baja convencía a, su mujer que lo imitara. Ella resistió largo rato; luego, después de una crispación que le recorrió las entrañas, cedió. Entonces su marido, redondeando la frase, pidió a su "encantadora com­pañera" que le permitiera ofrecer un pedacito a la señora Loiseau.

Ella dijo:

-Pero sí, sin duda, señor.

Y con una sonrisa amable, tendió la cazuela.

Un malestar se produjo cuando descorcharon la primera botella de bordeaux: había sólo un vaso. Se lo fueron pasando después de haberlo limpiado. úni­camente Cornudet, por galantería, sin duda, posó sus labios en el lugar todavía húmedo por los labios de su vecina.

Entonces, rodeados de gente que comía, sofo­cados por las emanaciones de los alimentos, el conde y la condesa de Breville, así como el señor y la señora de Carré-Lamadon, sufrieron ese suplicio odioso que ha conservado el nombre de Tántalo. De pronto, la joven esposa del manufacturero lanzó un suspiro que hizo volver las cabezas; estaba blanca como la nieve de afuera; sus ojos se cerraron, su frente cayó: había perdido el conocimiento. Su marido, enloquecido, imploraba el socorro de todo el mundo. Todos per­dían la cabeza, cuando la mayor de las dos hermani­tas, sosteniendo la cabeza de la enferma, deslizó entre sus labios el vaso de Bola de Sebo y le hizo tragar algunas gotas de vino. La linda señora se movió, abrió los ojos, sonrió y declaró con una voz moribunda que ahora se sentía muy bien. Pero a fin de que esto no se repitiese, la monja la obligó a beber un gran vaso de bordeaux, y agregó:

-Es el hambre, nada más.

Entonces Bola de Sebo, roja y avergonzada, balbuceó, mirando a los cuatro viajeros que habían permanecido en ayunas:

-¡Dios mío, si me atreviera a ofrecerles a estos señores y a estas señoras!...

Calló, temiendo un ultraje. Loiseau tomó la palabra:

-Bueno, caramba, en casos semejantes todo el mundo es hermano y debe ayudarse. Vamos, señoras mías, nada de ceremonias; acepten, ¡qué diablos! ¿Sabemos siquiera si encontraremos una casa para pasar la noche? De la manera como vamos no estaremos en Tôtes antes de mañana a mediodía.

Titubeaban; nadie se atrevía a asumir la res­ponsbilidad del "sí".

Pero el conde resolvió la situación. Se volvió hacia la muchacha gorda, intimidada, y tomando su gran aire de gentilhombre le dijo:

-Aceptamos con gratitud, señora.

Sólo el primer paso costaba. Una vez pasado el Rubicón se entregaron resueltamente. El canasto fue vaciado. Contenía, además, un pâté de foie. gran,

un pastel de liebre, un pedazo de lengua ahumada, peras de Crassane, un Pont-l´'Evéque, acaramelados, y una taza llena de pepinos y de cebollas en vinagre. Bola de Sebo, como todas las mujeres, adoraba lo crudo.

No era posible comer las provisiones de esa muchacha sin hablarle. Por lo tanto se conversó, primeramente con reservas; luego, como ella se mantenía en su lugar, se abandonaron un poco más. Las señoras de Breville y de Carré-Lamadon, que tenían mucho mundo, fueron amables con delicade­za. La condesa, sobre todo, mostró esa amable con­descendencia de las señoras muy nobles que no pueden ser ensuciadas por ningún contacto, y fue encantadora. Pero la fuerte señora Loiseau, que tenía un alma de sargento, permaneció hosca hablando poco y comiendo mucho.

Se habló de la guerra, naturalmente. Contaron hechos horribles de los prusianos, rasgos de coraje de los franceses; y todas esas personas que huían rindie­ron homenaje al valor de los demás. Las historias personales empezaron pronto, y Bola de Sebo contó con verdadera emoción, can ese calor en la palabra que tienen a veces las rameras para expresar sus arrebatos naturales, cómo había salido de Rouen.

-Primeramente creía que podría quedarme –decía-. Tenía mi casa llena de provisiones y prefería alimentar a algunos soldados a expatriarme no sé dónde. Pero cuando vi a esos prusianos, fue

más fuerte que yo. Me hicieron hervir la sangre de rabia; y lloré de vergüenza durante todo el día. ¡Ah, si yo fuera hombre, verían! Miraba desde mi ventana a esos grandes puercos con sus cascos en punta, y mi criada me sujetaba las manos para impedirme que les arrojara los muebles encima. Luego vinieron algunos para hospedarse en casa; entonces salté sobre el primero. ¡No son más difíciles de estrangular que otros! Y habría muerto a ése si no me hubieran arrancado por el cabello. Después de eso fue preciso esconderme. En fin, cuando encontré una oportuni­dad me fui y aquí estoy.

La felicitaron mucho. Crecía en la estima de sus compañeros, que no se habían mostrado tan valientes; y Cornudet, escuchándola, conservaba una sonrisa aprobadora y benevolente de apóstol; así escucha un sacerdote a un devoto alabar a Dios, pues los demócratas de barba larga tienen el monopolio del patriotismo, así como los hombres de sotana tienen el de la religión. Habló a su vez en tono doctrinario, con el énfasis aprendido en las procla­mas que pegaban todos los días en las paredes, y acabó con un trozo de elocuencia en el cual zarandea­ba magistralmente a ese "crápula de Badinguet".

Pero Bola de Sebo se enojó porque era bonapar­tista. Se ponía más roja que una guinda, y tartamu­deaba de indignación:

-Hubiera querido verlos en su lugar a uste­des. Sí, cómo no. ¡Ustedes lo han traicionado a ese hombre! No nos quedaría más que salir de Francia si estuviéramos gobernados por pícaros como ustedes.

Cornudet, impasible, conservaba una sonrisa desdeñosa y superior; pero se presentía que iban a llegar a insultarse, cuando el conde se interpuso y calmó, no sin trabajo, a la mujer exasperada, procla­mando, con autoridad, que todas las opiniones sin­ceras son respetables. No obstante, la condesa y la manufacturera, que tenían en el alma el odio irracio­nal de la gente bien por la República y esa ternura instintiva que alimentan todas las mujeres por los gobiernos de galones y despóticos, se sentían a pesar de ellas, atraídas por esa prostituta llena de digni­dad, cuyos sentimientos se parecían tanto a los propios.

La canasta estaba vacía. Entre diez la habían vaciado sin dificultad, lamentando que no fuera más grande. La conversación continuó algún tiempo, un poco enfriada, no obstante, desde que habían termi­nado de comer.

La noche caía; poco a poco la oscuridad se hizo profunda, y el frío, más sensible durante las diges­tiones, hacía estremecer a Bola de Sebo a pesar de su grasa. Entonces la señora de Breville le propuso su braserito, cuyo carbón había sido renovado varias veces desde la mañana, y la otra aceptó en seguida porque tenía los pies helados. Las señoras de Carré­ Lamadon y de Loiseau dieron los suyos a las reli­giosas.

El cochero había encendido los faroles. Éstos iluminaban con un vivo resplandor una nube de bruma sobre las grupas sudorosas de los caballos, y a ambos lados de la ruta de nieve parecía desenrollarse bajo el movible reflejo de las luces.

En el coche ya no se distinguía nada; pero de pronto hubo un movimiento entre Bola de Sebo y Cornudet; y Loiseau, cuyos ojos hurgaban las som­bras, creyó ver al hombre de larga barba apartarse vivamente como si hubiera recibido algún buen golpe dado sin ruido.

Pequeñas puntas luminosas aparecieron ade­lante, en el camino. Era Tótes. Habían andado once horas, lo cual, con las dos horas de descanso dadas en cuatro etapas a los caballos para comer avena y resollar, sumaban catorce horas. Entraron en el hur­go y se detuvieron ante la Bolsa de Comercio.

La puerta se abrió. Un ruido muy conocido hizo estremecer a todos los viajeros: eran los choques de una vaina de espada contra el suelo. En seguida la voz de un alemán gritó alguna cosa.

Aunque la diligencia estaba inmóvil, nadie se apeaba, como si temieran ser asesinados a la salida. Entonces el conductor apareció llevando en la mano una de las linternas, que iluminó súbitamente hasta el fondo del coche las dos hileras de cabezas aterra­das, cuyas bocas estaban abiertas y los ojos muy abiertos de sorpresa y de espanto.

Junto al cochero se hallaba, en plena luz un oficial alemán, un gran muchacho excesivamente delgado y rubio, apretado en su uniforme como una mujer en un corsé y llevando ladeada su gorra chata y lustrosa que lo hacía parecerse al mensajero de un hotel inglés. Su desmesurado bigote de largos pelos lacios, adelgazándose indefinidamente de cada lado y terminado por un solo hilo rubio tan delgado que no se veía el fin, parecía pesar sobre las comisuras de su boca, y estirando la mejilla imprimía a los labios una arruga en descenso.

En un francés con acento invitó a los viajeros a que salieran, diciendo en tono seco:

-¿Quieren "pajar", señores y señoras?

Las dos hermanitas fueron las primeras en obe­decer con una docilidad de santas mujeres acostum­bradas a todas las sumisiones. El conde y la condesa aparecieron después, seguidos por el manufacturero y su mujer; luego Loiseau, empujando ante él a su gran mitad. Éste, apeándose, dijo al oficial: "Bue­nos días, señor", por un sentimiento de prudencia más que por cortesía. El otro, insolente como las personas omnipotentes, lo miró sin contestar.

Bola de Sebo y Cornudet, aunque estaban cerca de la puerta, fueron los últimos en bajar, graves y altivos ante el enemigo. La muchacha gorda trataba de dominarse y de estar serena; el demócrata ator­mentaba con una mano crispada y un poco temblo­rosa su larga barba rojiza. Querían conservar la dignidad, comprendiendo que en esos encuentros cada uno representa un poco a su país; e igualmen­te sublevados por la flexibilidad de sus compañeros, ella intentaba mostrarse más altanera que sus veci­nas, las mujeres honradas, en tanto él, sintiendo que debía dar el ejemplo, continuaba con su actitud la misión de resistencia empezada en los baches de los caminos.

Entraron en la vasta cocina de la posada, y el alemán, habiéndose hecho presentar la autorización de partida firmada por el general en jefe y en donde estaban mencionados los nombres, la filiación y la profesión de cada viajero, examinó largamente a todo ese mundo, comparando a las personas con los informes escritos.

Luego dijo bruscamente:

-Están bien. -Y desapareció.

Entonces respiraron. Todavía tenían hambre; encargaron la comida. Era necesaria una media hora para prepararla, y mientras dos sirvientas se ocupa­ban de ella, fueron a visitar las habitaciones. Daban todas a un largo corredor que terminaba en una puerta con cristales marcada con un número suges­tivo.

Por fin iban a sentarse a la mesa cuando apare­ció el patrón de la posada. Era un antiguo vendedor de caballos, un gordo asmático que tenía siempre silbidos, ronqueras, cantos de flemas en la laringe. Su padre le había transmitido el nombre de Fo­llenvie.

Preguntó:

-¿La señorita Elisabeth Rousset?

Bola de Sebo se estremeció; se volvió:

-Soy yo.

-Señorita, el oficial prusiano quiere hablarle inmediatamente.

-¿A mí?

-Sí, si usted es la señorita Elisabeth Rousset.

Ella se turbó; reflexionó un segundo; luego declaró abiertamente:

-Es posible, pero no iré.

Hubo una agitación a su alrededor. Cada cual discutía, buscaba la causa de esa orden. El conde se acercó:

-Hace mal, señora, pues su rechazo puede traer considerables dificultades, no solamente para usted, sino para todos sus compañeros. Nunca hay que oponerse a los más fuertes. Seguramente, este paso no puede entrañar ningún peligro; sin duda, es para alguna formalidad olvidada.

Todo el mundo se unió a él; le rogaron, la instaron, la sermonearon, y terminaron por conven­cerla, pues todos temían las complicaciones que podrían resultar de un capricho. Al fin ella dijo:

-Es por ustedes que lo hago, ¡seguro!

La condesa le tomó la mano:

-Y se lo agradecemos.

Salió. La esperaron para sentarse a la mesa. Cada cual se desolaba de no haber sido requerido en lugar de esa muchacha violenta e irascible, y preparaba mentalmente bajezas para el caso de ser llamado a su vez.

Pero al cabo de diez minutos ella reapareció, resoplando, roja como si fuera a estallar, exasperada. Balbuceó:

-¡Oh, el canalla, el canalla!

Todos la rodearon para saber, pero ella no dijo nada; y como el conde insistía, respondió con una gran dignidad:

-No, esto no les incumbe, no puedo hablar. Entonces se sentaron alrededor de una gran sopera de la cual salía un aroma de repollo. A pesar de ese alerta, la comida fue alegre. Era buena la sidra que el matrimonio Loiseau y las hermanitas tomaron por economía. Los demás pidieron vino; Cornudet reclamó cerveza. Tenía una manera particular de destapar las botellas, de hacer espumar el líquido, de considerarlo inclinando el vaso, que luego levan­taba entre la lámpara y sus ojos para apreciar bien el color. Cuando bebía, su gran barba, que había tomado el tono de su amado brebaje, parecía estre­mecerse de ternura; sus ojos bizqueaban para no perder de vista su chop y parecía llenar la única función para la cual había nacido. Parecía que esta­blecía en su espíritu un acercamiento, y como una afinidad entre las dos grandes pasiones que ocupa­ban toda su vida: el Pale Ale y la Revolución, y seguramente no podía saborear el uno sin pensar en la otra.

El señor y la señora Follenvie comían en un extremo de la mesa. El hombre, jadeando como una locomotora gastada, tenía demasiado tiraje en el pecho para poder hablar mientras comía; pero la mujer no callaba nunca. Contó todas sus impresio­nes de la llegada de los prusianos, lo que hacían, lo que decían, aborreciéndolos, primeramente porque le costaban dinero, y además porque tenía dos hijos en el ejército. Se dirigía siempre a la condesa halaga­da de conversar con una señora de su calidad.

Luego bajaba la voz para decir las cosas delica­das, y su marido, de tiempo en tiempo, la inte­rrumpía:

-Harías mejor en callarte, señora Follenvie. Pero ella no lo tomaba en cuenta y continuaba:

-Sí, señora, esta gente no hace sino comer papas y cerdo. No hay que creer que son limpios. ¡Ah, no! Se ensucian por todos lados, perdone la palabra. Y si los viera hacer ejercicios durante horas y días... Están allí todos en un campo; y marcha adelante y marcha atrás, y vuelta para aquí y vuelta para allí. ¡Si cultivaran la tierra, al menos, o si trabajaran en los caminos de su país!... Pero, no señora, ¡estos militares no son provechosos para nadie! El pobre pueblo los alimenta para que apren­dan a asesinar. Yo no soy sino una pobre mujer, una vieja sin educación, es verdad, pero al ver que se estropean el carácter en patear de la mañana a la noche, me digo: "¡Cuando hay personas que hacen tantos descubrimientos para ser útiles, es necesario que otros se den tanto trabajo para ser nocivos! Verdaderamente, ¿no es una abominación matar gente, sean prusianos, o bien ingleses, o bien pola­cos o franceses?" Si uno se venga de alguien que lo ha perjudicado está mal, puesto que lo condenan; pero cuando exterminan a nuestros muchachos como pre­sas de caza, con fusiles, está bien, puesto que dan condecoraciones al que destruye más. No, créame usted, ¡nunca comprenderé esto!

Cornudet alzó la voz:

-La guerra es un acto de barbarie cuando se ataca a un vecino apacible; es un deber sagrado cuando se defiende a la patria.

La vieja bajó la cabeza:

-Sí, cuando uno se defiende es otra cosa, pero no sería mejor matar a todos los reyes que hacen eso por placer?

La mirada de Cornudet se inflamó.

-¡Bravo, ciudadana! -dijo.

El señor Carré-Lamadon reflexionaba profun­damente. Aunque era un fanático de los ilustres capitanes, el sentido común de esa campesina le hacía pensar en la opulencia que traerían a un país tantos brazos desocupados, y por consiguiente rui­nosos; tantas fuerzas que se mantienen improducti­vas, si se emplearan en los grandes trabajos indus­triales que haría falta siglos para terminar.

El señor Loiseau, levantóse y fue a hablar en voz baja con el posadero. El gordo reía, tosía, escu­pía; su enorme abdomen saltaba de alegría al oír las bromas de su vecino y le compró seis toneles de bordeaux para la primavera cuando los prusianos ya se hubiesen ido.

En cuanto hubieron terminado de comer, como estaban rendidos de cansancio, se acostaron. Sin embargo, Loiseau, que había observado las cosas, mandó a su mujer a la cama, y luego pegó, ora una oreja, ora un ojo, al agujero de la cerradura para tratar de descubrir lo que él llamaba "el misterio del corredor".

Al cabo de una hora, más o menos, oyó un crujido, miró rápidamente y vio a Bola de Sebo, que parecía más gorda todavía bajo su batón de casimir azul ribeteado de puntillas blancas. Llevaba un can­delero en la mano y se dirigía hacia el gran número al fondo del corredor. Pero una puerta, al lado, se entreabrió, y cuando ella volvió al cabo de algunos minutos, Cornudet, en camiseta, la seguía. Habla­ban en voz baja; luego se detuvieron, Bola de Sebo parecía defender la entrada de su cuarto con energía. Loiseau, desgraciadamente, no oía las palabras, pero al fin, como alzaban la voz, pudo atrapar algunas. Cornudet insistía con vivacidad. Decía:

-Vamos, no sea tonta; ;qué le importa?

Ella parecía indignada, y contestó:

-No, hijo; hay momentos en que esas cosas no se hacen; y además, aquí sería una vergüenza.

Él no comprendía, sin duda, y preguntó por qué. Entonces ella se enojó, alzando aún más el tono:

-¿Por qué? ¿No comprende por qué? ¿Cuán­do hay prusianos en la casa, en el cuarto de al lado, quizá?

Él se calló. Ese pudor patriótico de ramera que no se dejaba acariciar cerca del enemigo; debió de despertar en su corazón la dignidad desfalleciente, pues después de haberla besado, volvió a su cuarto de puntillas.

Loiseau, muy encendido, se alejó de la cerradu­ra, hizo una cabriola en su cuarto; se puso su madrás, alzó la sábana bajo la cual yacía el duro esqueleto de su compañera, a quien despertó con un beso, y murmuró:

-¿Me quieres, querida?

Entonces toda la casa quedó silenciosa. Pero pronto se alzó en algún lado, en una dirección indeterminada que podía ser lo mismo la bodega que el altillo, un ronquido poderoso, monótono, regular, un ruido sordo y prolongado con temblores de caldera con presión. El señor Follenvie dormía.

Como había quedado decidido que saldrían al día siguiente a las ocho, todo el mundo se juntó en la cocina; pero el coche, cuya capota tenía un estrato de nieve, se erguía solitario en medio del patio, sin caballos y sin conductor. Buscaron en vano a este último en las caballerizas, en los forrajes, en las cocheras. Entonces todos los hombres resolvieron hacer una batida por el pueblo y salieron. Se encon­traron en la plaza con la iglesia al fondo, y de ambos lados, casas bajas donde se veían soldados prusianos. El primero que vieron pelaba papas. El segundo, más lejos, lavaba el negocio de un peluquero. Otro barbudo hasta los ojos, besaba a un chiquilín que lloraba y lo acunaba sobre sus rodillas para tratar de calmarlo; y las fornidas campesinas, cuyos hombres estaban en "el ejército de la guerra", indicaban por señales a sus obedientes vencedores el trabajo que debían comenzar: cortar madera, preparar la sopa, moler el café; uno de ellos lavaba la ropa de la dueña de casa, una vieja inválida.

El conde, asombrado, interrogó al bedel, que salía del presbiterio. El viejo guardián de la iglesia le contestó:

-¡Ah, éstos no son malos, no son prusianos!, según se dice. Son de más lejos; no sé bien de dónde, y todos han dejado una mujer y chicos en su país; no les divierte la guerra, ¡vaya! Estoy seguro de que allá también se llora por los hombres; y esto traerá una linda miseria allá como entre nosotros. Aquí no somos muy desgraciados por el momento, porque no nos hacen ningún mal y trabajan como si estuvie­ran en sus casas. ¿Comprende, señor? Entre los pobres hay que ayudarse... Son los poderosos quie­nes hacen la guerra.

Cornudet, indignado por el entendimiento cordial establecido entre los vencedores y los venci­dos, se retiró, prefiriendo encerrarse en la posada. Loiseau dijo una palabra chistosa: "Repueblan". El señor Carré-Lamadon dijo una palabra grave: "Re-paran". Pero no encontraban al cochero. Por fin, lo descubrieron en el café del pueblo, sentado frater­nalmente a una mesa con el ordenanza del oficial. El conde le interpeló:

-¿No le habían dado orden de enganchar para las ocho?

-Ah, sí, claro, pero me dieron otra después.

-¿Cuál?

-La de no enganchar.

-¿Quién le ha dado esa orden?

-El comandante prusiano.

-¿Por qué?

-No sé nada. Vaya a preguntárselo. Me prohíben enganchar, yo no engancho. Ya está. -¿Él mismo le ha dicho eso?

-No, señor, es el hotelero que me ha dado la orden de su parte.

-¿Cuándo?

-Anoche, cuando iba a acostarme.

Los tres hombres volvieron muy inquietos. Mandaron llamar al señor Follenvie, pero la sirvienta contestó que el señor, a causa de su asma, no se levantaba nunca antes de las diez. Había prohibido formalmente que se le despertara más temprano, excepto en caso de incendio.

Quisieron ver al oficial, pero eso era absoluta­mente imposible, aunque vivía en la posada. Sola­mente el señor Follenvie estaba autorizado a hablarle para los asuntos civiles. Entonces esperaron. Las mujeres subieron a sus cuartos y se ocuparon en futilezas.

Cornudet se instaló junto a la alta chimenea de la cocina, donde ardía un gran fuego. Se hizo traer allí una de las mesillas del café, una copa, y sacó su pipa, que gozaba entre los demócratas de una consi­deración casi igual a la suya, como si sirviera a la patria, sirviendo a Carnudet. Era una espléndida pipa de espuma admirablemente curada, tan negra como los dientes de su dueño, pero perfumada, curva, reluciente, acostumbrada a su mano y com­plemento de su fisonomía. Permaneció inmóvil, los ojos fijos tan pronto en la llama del hogar, tan pronto en la espuma que coronaba su chop; y cada vez que había bebido pasaba con un aire satisfecho sus largos dedos flacos por sus largos cabellos grasientos mientras chupaba sus bigotes ribeteados de espuma.

Loiseau, bajo el pretexto de estirar las piernas, fue a colocar sus vinos entre los compradores del país. El conde y el manufacturero se pusieron a hablar de política. Preveían el porvenir de Francia. El uno creía en los Orleáns; el otro en un salvador

desconocido, un héroe que se revelaría cuando todo pareciera desesperado: ¿un du Guesclín, una Juana de Arco, quizá? ¿U otro Napoleón I? ¡Ah, si el príncipe imperial no fuera tan joven!... Cornudet, escuchándolo, sonreía como hombre que sabe la palabra del destino. Su pipa perfumaba la cocina.

Al dar las diez, el señor Follenvie apareció. Lo interrogaron bien pronto; pero sólo pudo repetir dos o tres veces, sin una variante, estas palabras:

-El oficial me dijo así: "Señor Follenvie, usted prohibirá que enganchen mañana el coche de esos viajeros. No quiero que salgan sin mi orden. ¿Oye? Esto basta".

Entonces quisieron ver al oficial. El conde le mandó su tarjeta en la cual el señor Carré-Lamadon agregó su nombre y todos sus títulos. El prusiano mandó contestar que aceptaría hablar con esos dos hombres luego de haber almorzado, es decir, alrede­dor de la una.

Las señoras reaparecieron y comieron un poco a pesar de la inquietud. Bola de Sebo parecía enferma y visiblemente turbada.

Acababan de tomar el café cuando el ordenanza vino a buscar a los señores.

Loiseau se unió a los dos primeros; pero como intentaban arrastrar a Cornudet para dar más solem­nidad a la entrevista, éste declaró altivamente que esperaba no tener nunca cuestiones con los alema­nes. Y volvió a su chimenea pidiendo otra cerveza.

Los tres hombres subieron y fueron introduci­dos en la más hermosa habitación de la posada, donde los recibió el oficial, tendido en un diván, fumando en una larga pipa de porcelana y envuelto en una bata llameante, escamoteada sin duda en la vivienda abandonada de algún burgués de mal gus­to. No se levantó, no los saludó ni siquiera los miró. Era una magnífica muestra de la grosería natural del militar victorioso.

Por fin, al cabo de algunos instantes, dijo:

-¿Qué "quierren"?

El conde tomó la palabra:

-Deseamos partir, señor.

-No.

-¿Osaré preguntarle la causa de esa negativa?

-Porque no "quierro".

-Le haré observar respetuosamente, señor, que su general en jefe nos ha otorgado permiso de partida para llegar a Dieppe; y pienso que nada hemos hecho para merecer sus rigores.

-No "quierro"... Esto es todo... Pueden “pajar".

Los tres se retiraron, después de haberse incli­nado. La tarde fue lamentable. No comprendían el capricho del alemán; y las ideas más extrañas turba­ban las cabezas. Todo el mundo estaba en la cocina y se discutía sin cesar, imaginando cosas inverosími­les. Tal vez querían guardarlos como rehenes-pero ¿con qué fin?- o llevarlos prisioneros. ¿O más bien

pedirles un rescate considerable? Al pensar en esto, fueron presa de pánico. Los más ricos eran los más aterrados; ya se veían obligados para rescatar sus vidas a volcar bolsas llenas de oro entre las manos de ese soldado insolente. Se devanaban los sesos para descubrir mentiras aceptables, disimular sus rique­zas, hacerse pasar por pobres, por muy pobres. Loiseau sacó la cadena de su reloj y la escondió en su bolsillo. La noche que caía aumentó las aprensiones. La lámpara fue encendida, y como aún quedaban dos horas antes de comer, la señora Loiseau propuso una partida de treinta y uno. Sería una distracción. Aceptaron. Hasta Cornudet, que había apagado su pipa por cortesía, tomó parte en ella.

El conde mezcló las barajas. Dio. Bola de Sebo tenía treinta y uno de un golpe; y pronto el interés del partido aplacó el temor que llenaba los espíritus. Pero Cornudet se dio cuenta de que el matrimonio Loiseau se entendía para hacer trampa.

Cuando iban a sentarse a la mesa, el señor Follenvie apareció; y con su voz cascada pronunció:

-El oficial prusiano manda preguntar a la señorita Elisabeth Rousset si aún no ha cambiado de opinión.

Bola de Sebo permaneció de pie, muy pálida. Luego, volviéndose súbitamente escarlata, tuvo tal ahogo de rabia que ya no podía hablar. Por fin estalló:

-¡Le dirá a ese crápula, a ese cochino, a esa carroña de prusiano, que nunca querré! ¿Entiende bien?, ¡jamás, jamás, jamás!

El macizo posadero salió. Entonces Bola de Sebo fue rodeada, interrogada, solicitada por todo el mundo para que revelara el misterio de su visita. Ella se resistió al principio: pero pronto la exaspera­ción venció:

-¡Lo que quiere?... ¿Lo que quiere? ¡Quiere acostarse conmigo! -gritó.

A nadie le chocó esa palabra, a tal punto fue la indignación. Cornudet rompió su chop al colocarlo violentamente sobre la mesa. Era un clamor de reprobación contra ese soldado innoble, un soplo de ira, una unión de todos para la resistencia, como si le hubieran pedido a cada uno una parte del sacrificio exigido de ella. El conde declaró con asco que esas gentes se conducían a la manera de los antiguos bárbaros. Las mujeres, sobre todo, demostraron a Bola de Sebo una conmiseración enérgica y acaricia­dora. Las hermanitas, que sólo aparecían para las comidas, habían bajado la cabeza y no decían nada.

No obstante, cuando se aplacó el primer furor, comieron; pero hablaban poco; pensaban.

Las señoras se retiraron temprano; y los hom­bres, fumando, organizaron un écarté al cual fue convidado el señor Follenvie, pues tenían la inten­ción de interrogarlo hábilmente sobre los medios que emplear para vencer la resistencia del oficial.

Pero sólo pensaba en sus cartas, sin escuchar nada, sin contestar nada; y repetía sin cesar: "Al juego, señores, al juego". Su atención estaba tan tensa que se olvidaba de escupir, lo que le ponía a veces notas de órgano en el pecho. Sus pulmones silbantes da­ban toda la gama del asma, desde las notas graves y profundas hasta los ronquidos agudos de los jóvenes gallos que intentan cantar.

Hasta rehusó subir cuando su mujer, que se caía de sueño, vino a buscarlo. Entonces ella se fue sola, pues era de "la mañana", siempre levantada antes que el sol, mientras su hombre era de "la noche", siempre listo a pasar la noche con amigos. Él le gritó:

-¡Coloca mi caldo de gallina sobre el fuego! Y volvió a su partida.

Cuando se dieron cuenta de que no podrían sacarle nada, declararon que era hora de irse y cada cual se fue a su cama.

Se levantaron también bastante temprano al día siguiente con una esperanza indeterminada, un deseo más grande de irse, un terror del día que habría que pasar en esa horrible posada.

¡Ay!, los caballos permanecían en la caballeri­za, el cochero continuaba invisible. Fueron, por desocupación, a dar vueltas alrededor del coche.

El almuerzo fue muy triste; se había producido como un enfriamiento con respecto a Bola de Sebo, pues la noche, que trae consejo, había modificado

un poco los juicios. Estaban casi resentidos ahora con esa muchacha, por no haber ido a buscar secreta­mente al prusiano a fin de prepararles al despertar una buena sorpresa a sus compañeros. ¿Hay algo más sencillo? Por otra parte, ¿quién lo hubiera sabido? Hubiera podido salvar las apariencias ha­ciendo decir al oficial que se apiadaba de ellos. ¡Para ella eso tenía tan poca importancia!

Pero nadie confesaba todavía esos pensa­mientos.

A la tarde, como se morían de aburrimiento, el conde propuso dar un paseo por los alrededores del pueblo. Cada cual se abrigó con cuidado, y la peque­ña compañía partió, a excepción de Cornudet, que prefería permanecer junto al fuego, y de las herma­nitas, que pasaban sus días en la iglesia o en casa del cura.

El frío, cada vez más intenso, lastimaba cruel­mente la nariz y las orejas; los pies se ponían tan dolorosos que cada paso era un sufrimiento; y cuan­do el campo se abrió ante ellos les pareció tan atrozmente lúgubre bajo esa blancura ilimitada que todo el mundo regresó rápidamente con el alma helada y un nudo en el corazón.

Las cuatro mujeres caminaban delante, los tres hombres seguían un poco atrás.

Loiseau, que comprendía la situación, pregun­tó de pronto si esa "loca" los haría permanecer por mucho tiempo todavía en un lugar semejante. El conde, siempre cortés, dijo que no se podía exigir de una mujer un sacrificio tan penoso y que debía nacer de ella. El señor Carré-Lamadon hizo notar que si los franceses hacían, como se decía, un regreso ofensivo por Dieppe, el encuentro sólo podía tener lugar en Tótes. Esta reflexión preocupó a los otros.

-¿Si nos escapamos a pie? -dijo Loiseau.

El conde se encogió de hombros.

-Ni pensarlo. ¿Con esta nieve? ¡Con nuestras mujeres? Además, seríamos inmediatamente perse­guidos, alcanzados en diez minutos y traídos prisio­neros a la merced de los soldados.

Era verdad: callaron.

Las señoras hablaban de vestidos; pero un cier­to estiramiento parecía desunirlas.

De pronto, al extremo de la calle, apareció el oficial. Sobre la nieve que cerraba el horizonte perfi­laba su gran talle de avispa en uniforme, y camina­ba, las rodillas separadas, con ese movimiento parti­cular de los militares que se esfuerzan por no ensu­ciar sus botas cuidadosamente lustradas.

Se inclinó al pasar junto a las señoras, y miró desdeñosamente a los hombres, que tuvieron, por otra parte, la dignidad de no descubrirse, aunque Loiseau esbozó un ademán para retirar su sombrero.

Bola de Sebo se había puesto roja hasta las orejas; y las tres mujeres casadas sentían una gran humillación al ser vistas por ese soldado en compa­ñía de esa mujer a quien había tratado tan libre­mente.

Entonces se habló de él, de su aspecto, de su rostro. La señora Carré-Lamadon, que había conoci­do a muchos oficiales y que los juzgaba como exper­ta, no lo encontraba nada mal; hasta sentía que no fuera francés, porque sería un lindo húsar por quien todas las mujeres estarían locas.

Una vez de vuelta ya no supieron qué hacer. Hasta cambiaron palabras agrias a propósito de cosas insignificantes. La comida, silenciosa, duró poco, y cada cual subió a acostarse, esperando dormir para matar el tiempo.

Al día siguiente bajaron con el rostro cansado y el corazón exasperado. Las mujeres hablaban apenas con Bola de Sebo.

Una campana repiqueteó. Era para un bautis­mo. La muchacha tenía un chico, que vivía con unos campesinos de Yvetot. No lo veía sino una vez al año y nunca pensaba en él; pero la idea de que iban a bautizar le llenó el corazón de una ternura súbita por el suyo, y quiso absolutamente asistir a la cere­monia.

En cuanto hubo salido, todo el mundo se miró; luego acercaron las sillas porque sentían que por fin había que decidir algo. Loiseau tuvo una inspira­ción: su opinión era proponer al oficial que guardara solamente a Bola de Sebo y dejara partir a los demás. El señor Follenvie volvió a encargarse del mandado, pero bajó casi en seguida. El alemán, que conocía la naturaleza humana, lo había echado del cuarto. Pretendía retener a todo el mundo mientras su deseo no fuera satisfecho.

Entonces el temperamento vulgar de la señora Loiseau estalló:

-¡Sin embargo, no vamos a morirnos aquí de vejez! ¡Puesto que es el oficio de esa ramera hacer eso con todos los hombres, considero que no tiene dere­cho a rechazar a uno y no a otro!... ¡Hay que ver! ¡Ha tomado todo lo que ha encontrado en Rouen, hasta los cocheros! ¡Sí, señora, el cochero de la prefectura! Bien lo sé; compra vino en casa. Y hoy, que se trata de sacarnos de apuros, se hace la remilgada, ¡esa mocosa!... Yo creo que hace muy bien el oficial. A lo mejor hace tiempo que se siente privado; y aquí somos tres que él hubiera preferido, sin duda. Pero no, se contenta con la de todo el mundo. Respeta a las mujeres casadas. Pero piensen, pues, que es el amo. Le bastaba decir: "Quiero", y podía tomarnos a la fuerza con sus soldados.

Las dos mujeres tuvieron un pequeño estreme­cimiento. Los ojos de la bonita señora Carré ­Lamadon brillaban, y estaba un poco pálida como si ya se sintiera tomada a la fuerza por el oficial.

Los hombres, que discutían un poco apartados, se acercaron. Loiseau, furibundo, quería entregar a esa miserable atada de pies y manos al enemigo. Pero el conde, descendiente de tres generaciones de embajadores y dotado de un físico de diplomático, era partidario de la habilidad.

-Habría que convencerla -dijo.

Entonces conspiraron.

Las mujeres se acercaron, bajaron el tono de las voces y la discusión se hizo general; cada cual daba su opinión. Por otra parte, era muy correcto. Las señoras, sobre todo, encontraban delicadezas de gi­ros, sutilezas de expresión encantadoras, para decir las cosas más escabrosas. Eran tan observadas las precauciones de lenguaje, que un extraño no hubiera comprendido nada. Pero la ligera capa de pudor con la cual está barnizada toda mujer de mundo cubre sólo la superficie, y ellas se encendían en esa aventu­ra pícara, se divertían locamente en el fondo, sin­tiéndose en su elemento, manoseando el amor con la sensualidad de un cocinero goloso que prepara la comida de otro.

Al fin la historia les pareció tan graciosa, que la alegría volvió sola. El conde encontró bromas un poco subidas, pero tan bien dichas, que hacían sonreír. A su vez Loiseau largó algunas picardías más crudas, pero nadie se sintió herido; y el pensa­miento, brutalmente expresado por su mujer, do­minaba todos los espíritu. "Puesto que es el oficio de esa mujer, ¿porqué va a rechazar a éste y no a otro.'" La gentil señora Carré-Lamadon parecía pensar que en su lugar ella rechazaría menos a este que a otro. Prepararon largamente el bloqueo como para una fortaleza defendida. Cada cual eligió el papel que representaría, los argumentos en los cuales se apoyaría, las maniobras que tendría que ejecutar. Se dispuso el plan de los ataques, los ardides a emplear, y las sorpresas del asalto, para forzar a esa ciudadela viviente a recibir al enemigo en la plaza.

Cornudet, no obstante, permanecía apartado, completamente ajeno a ese asunto.

Una atención tan profunda tendía los espíri­tus, que no oyeron entrar a Bola de Sebo. Pero el conde sopló un ligero "chut", que hizo alzarse todos los ojos. Ella estaba allí. Callaron bruscamente, y una cierta incomodidad impidió al principio hablar­le. La condesa, más ágil que los demás en las dupli­cidades de los salones, la interrogó:

-Era divertido ese bautismo'

La muchacha, todavía conmovida, contó todo, las caras, y las actitudes, y hasta el aspecto de la iglesia. Agregó:

-Es bueno rezar a veces.

Sin embargo, hasta la hora del almuerzo las señoras se contentaron con ser amables con ella para aumentar su confianza, y su docilidad para aceptar consejos.

En cuanto estuvieron en la mesa comenzaron las aproximaciones. Primeramente fue una conver­sación vaga sobre la abnegación. Citaron ejemplos antiguos: Judit y Holofernes; luego, sin razón algu­na, Lucrecia con Sixto; Cleopatra haciendo pasar por su lecho a todos los generales enemigos y reducién­dolos a servilismos de esclavos. Entonces se desarro­lló una historia fantástica nacida de la imaginación de esos millonarios ignorantes, en que las ciudada­nas de Roma iban a Capua a adormecer a Aníbal entre sus brazos, y con él a sus tenientes y a las falanges de sus mercenarios. Citaron a todas las mujeres que han detenido a los conquistadores, que han hecho de su cuerpo un campo de batalla, un medio de dominar, un arma; que han vencido a seres horribles y detestados con sus caricias heroicas y han sacrificado su castidad a la venganza y a la abnega­ción.

Hasta se habló en términos velados de esa inglesa de gran familia que se había dejado inocular una horrible y contagiosa enfermedad para transmi­tirla a Bonaparte, salvado milagrosamente por una debilidad súbita, en la hora de la cita fatal.

Y todo esto fue contado de una manera correcta y moderada, en donde estallaba a veces un entusias­mo forzado apto para excitar la emulación. Al fin, habría podido creerse que el único papel de la mujer sobre la tierra era un perpetuo sacrificio de su perso­na, un abandono continuo a los apetitos de las soldadescas.

Las dos hermanitas no parecían oír, perdidas en pensamientos profundos. Bola de Sebo no decía nada.

Durante toda la tarde la dejaron reflexionar. Pero en lugar de llamarla "señora", como habían hecho hasta entonces, le decían simplemente "seño­rita", sin que nadie supiera muy bien por qué, como si hubieran querido hacerla bajar un escalón en la estima que había escalado, hacerle sentir su vergon­zosa situación.

En el momento en que sirvieron la sopa, el señor Follenvie reapareció repitiendo su frase de la víspera:

-El oficial prusiano manda preguntar a la señorita Elizabeth Rousset si todavía no ha cambia­do de opinión.

Bola de Sebo respondió secamente:

-No, señor.

Pero en la comida la coalición se debilitó. Loiseau dijo tres frases desgraciadas. Cada uno se rompía la cabeza por descubrir nuevos ejemplos, y nadie encontraba nada cuando la condesa, sin pre­meditación, quizá, experimentando una vaga nece­sidad de rendir homenaje a la religión, interrogó a la mayor de las hermanitas sobre los grandes hechos de la vida de los santos. Muchos habían cometido actos que serían crímenes a nuestros ojos; pero la Iglesia absuelve sin dificultad esos pecados cuando son cometidos por la gloria de Dios o para el bien del prójimo. Era un argumento poderoso; la condesa aprovechó. Entonces, sea por una de esas compren­siones tácitas, de esas complacencias veladas en las que se destacan los que llevan ropas eclesiásticas, sea simplemente por el efecto de una feliz ininteligen­cia, de una auxiliadora tontería, la vieja religiosa aportó un formidable apoyo a la conspiración. La creían tímida: se mostró osada, verbosa, violenta. Ella no estaba turbada por los titubeos de la casuísti­ca; su doctrina parecía una barra de hierro; su fe nunca dudaba; su conciencia no tenía escrúpulos. Le parecía muy simple el sacrificio de Abrahán, pues ella hubiera dado muerte inmediatamente a su padre y madre por una orden venida de lo alto; y nada a su entender podía disgustar a Dios cuando la intención era loable. La condesa, aprovechando la autoridad sagrada de su inesperada cómplice, le hizo hacer como una paráfrasis edificante de este axioma de moral: "El fin justifica los medios".

La interrogaba:

-Entonces, hermana, ¿usted piensa que Dios acepta todos los caminos y perdona el hecho cuando el motivo es puro?

-¿Quién podría dudarlo, señora? Una acción condenable en sí se vuelve a menudo meritoria por el pensamiento que la inspira.

Y continuaban así desenredando las voluntades de Dios, previendo sus decisiones, haciéndolo inte­resarse por cosas que verdaderamente no tenían nada que ver con Él.

Todo esto era velado, hábil, discreto. Pero cada palabra de la santa mujer con cofia abría una brecha en la resistencia indignada de la cortesana. Luego la conversación se desvió un poco y la mujer de rosarios colgantes habló de las casas de su Orden, de su superiora, de sí misma, y de su encantadora vecina, la querida hermana San Nicéforo. Habían sido llamadas a El Havre para cuidar, en los hospita­les, a centenares de soldados atacados de viruela. Describió a esos miserables, detalló la enfermedad. Y mientras ellas estaban detenidas en su ruta por el capricho de ese prusiano, un gran número de france­ses podía morir, cuando quizá hubieran podido salvarlos. Era su especialidad cuidar militares; había estado en Crimea, en Italia, en Austria, y contando sus campañas, se reveló de pronto como una de esas religiosas de armas llevar que parecen hechas para seguir los campamentos, recoger los heridos en los remolinos de las batallas y, mejor que un jefe, domar con una palabra a los soldados indisciplina­dos; una verdadera hermana "Rataplán", cuyo ros­tro devastado, cribado de agujeros sinnúmeros, pa­recía una imagen de los estragos de la guerra.

Nadie dijo nada después de ella, a tal punto parecía excelente el efecto causado. Cuando termi­naron de comer subieron a sus cuartos para no bajar hasta el día siguiente bastante entrada la mañana. El almuerzo fue tranquilo. Daban a la semilla, sembrada la víspera, tiempo para germinar y dar sus frutos.

La condesa propuso dar un paseo por la tarde. Entonces el conde, como estaba convencido, tomó del brazo a Bola de Sebo y se quedó atrás con ella.

Le habló con ese tono familiar, paternal, un poco desdeñoso que los hombres serios emplean con las rameras; la llamaba "mi hija querida", la trataba desde lo alto de su posición social, de su honorabili­dad indiscutida. Entró inmediatamente en lo vivo del asunto:

-Entonces, ¿prefiere dejarnos aquí, expues­tos, así como usted, a todas las violencias que resul­tarían de una derrota de las tropas prusianas, antes que consentir en una de esas complacencias que ha tenido tan a menudo en su vida?

Bola de Sebo no contestó nada.

Trató de convencerla por la dulzura, por

-¿Y sabes, querida? Se podrá jactar de el razonamiento, por los sentimientos. Supo permane­cer el "señor conde" mostrándose asimismo galante cuando fue preciso, piropeador, amable, en fin. Exaltó el servicio que ella les haría, habló de la gratitud de ellos. Luego, pronto, tuteándola alegre­mente: haber probado una linda muchacha como no encontrará muchas en su país.

Bola de Sebo no contestó y se unió al resto del grupo.

En cuanto estuvo de regreso subió a su cuarto y no volvió a aparecer. La inquietud era extrema. ¿Qué iba a hacer? Si se resistía, ¡qué complicación!

La hora de la comida sonó; la esperaron en vano. Entonces el señor Follenvie entró anunciando que la señorita Rousset se sentía indispuesta y que podían sentarse a la mesa. Todo el mundo paró la oreja. El conde se acercó al hotelero, y en voz baja:

-¿Ya está?

-Sí.

Por corrección no dijo nada a sus compañeros, pero les hizo solamente una ligera señal con la cabeza. En seguida un gran suspiro de alivio salió de todos los pechos, una viva alegría apareció en los rostros. Loiseau gritó:

-¡Caramba, pago champaña si lo hay en el establecimiento!

Y la señora Loiseau sintió una angustia cuando el patrón volvió con cuatro botellas en las manos. Todos se habían vuelto súbitamente comunicativos

y ruidosos; una alegría chispeante llenaba los corazo­nes. El conde pareció notar que la señora Carré ­Lamadon era encantadora; el manufacturero dijo piropos a la condesa. La conversación fue viva, jo­vial, llena de rasgos de ingenio.

De pronto, Loiseau, la faz ansiosa y alzando los brazos, gritó:

-¡Silencio!

Todo el mundo calló, sorprendido, casi asusta­do ya. Entonces tendió la oreja haciendo "chist" con las dos manos, alzó los ojos hacia el cielo raso, escuchó de nuevo, y agregó con su voz natural:

-Tranquilícense, todo va bien.

No se atrevían a comprender, pero pronto corrió una sonrisa.

Al cabo de un cuarto de hora hizo la misma broma y la repitió a menudo durante la velada; y fingía interpelar a alguien en el piso de arriba dán­dole consejos de doble sentido, con su ingenio de viajante de comercio. A ratos tomaba un aire triste para suspirar: "¡Pobre muchacha!", o bien murmu­raba entre dientes con aire rabioso: "¡Prusiano sin­vergüenza!" A veces, cuando ya nadie pensaba en eso, lanzaba con una voz vibrante varios: "¡Basta, basta!" Y agregaba como hablándose a sí mismo: "Con tal que volvamos a verla... ¡que no la mate el miserable!

Aunque esas bromas eran de un gusto deplora­ble, divertían y no herían a nadie, pues la indigna­ción, como el resto, depende de los ambientes, y la atmósfera que poco a poco se había creado alrededor de ellos estaba cargada de pensamientos maliciosos.

En el postre, hasta las mujeres hicieron alusio­nes espirituales y discretas. Las miradas brillaban; habían bebido mucho. El conde, que conservaba aún en sus desvíos su gran apariencia de gravedad, encontró una comparación muy apreciada sobre los inviernos en el Polo y la alegría de los náufragos que ven abrirse una ruta hacia el Sur.

Loiseau, lanzado, se levantó con un vaso de champaña en la mano:

-¡Bebo por nuestra liberación!

Todo el mundo se puso de pie; lo aclamaban. Hasta las hermanitas, solicitadas por las señoras, consintieron en mojar sus labios en ese vino espumo­so que nunca habían probado. Declararon que se parecía a la limonada gaseosa, pero que, sin embar­go, era más fino.

Loiseau resumió la situación:

-Es una lástima no tener piano porque hubié­ramos podido bailar una cuadrilla.

Cornudet no había dicho una palabra; no había hecho un gesto; hasta parecía sumido en pensamien­tos muy graves; y tiraba a veces con ademán furioso su gran barba como si quisiera alargarla aún más. Por fin, a eso de medianoche, cuando iban a separar­se, Loiseau, que tambaleaba, le golpeó de pronto el estómago y le dijo farfullando:

-Esta noche usted no está para bromas. ¿No dice nada ciudadano?

Pero Cornudet alzó bruscamente la cabeza y recorrió al grupo con una mirada brillante y terrible.

-¡Les digo a todos que acaban de cometer una infamia!

Se levantó, llegó a la puerta, repitió una vez

más:

-¡Una infamia!

Y desapareció.

Primeramente esto produjo una sensación de frío. Loiseau, sorprendido, se quedaba como tonto;

pero recobró su aplomo y de golpe se echó a reír, repitiendo:

-Están verdes, mi viejo, están verdes...

Como nadie comprendía, contó los "misterios del corredor". Entonces hubo una repetición de alegría formidable. Las señoras se divertían como locas. El conde y el señor Carré-Lamadon lloraban a fuerza de reír. No podían creer.

-¿Cómo? ¿Está seguro? ¿Quería...?

-Les digo que lo he visto.

-¿Y ella se negó... ?

-Porque el prusiano estaba en el cuarto de al

lado.

-¡No es posible!

-Lo juro.

El conde se ahogaba. El industrial se compri­mía el estómago con las dos manos, Loiseau conti­nuaba:

-Y ustedes comprenden, esta noche no le parece chistosa, pero ni un poquito.

Y los tres volvían a empezar, enfermos, ja­deantes.

Después de eso se separaron. Pero la señora Loiseau, que tenía naturaleza de ortiga, hizo notar a su marido en el momento en que se acostaba que "esa mala pécora", la pequeña Carré-Lamadon, se había reído sin ganas, durante toda la noche.

-¿Sabes? A las mujeres, cuando les gusta el uniforme, que sea francés o prusiano les es igual, te aseguro. ¡Si no es vergonzoso, señor Dios!...

Y durante toda la noche en la obscuridad del corredor corrieron como estremecimientos, ruidos leves, apenas sensibles, semejantes a soplos, roza­mientos de pies desnudos, crujidos imperceptibles.

Y seguramente no se durmieron hasta muy tarde, pues hilos de luz se filtraron durante mucho tiempo por debajo de las puertas. El champaña causa esos efectos; según dicen, turba el sueño.

Al día siguiente un claro sol de invierno hacía brillar la nieve. La diligencia, enganchada por fin, esperaba ante la puerta, mientras un ejército de palomas blancas, engalladas en sus espesas plumas, con ojos rosa manchados en el centro por un punto negro, se paseaban gravemente entre las patas de los seis caballos y se buscaban la vida en la bosta hu­meante que desparramaban.

El cochero, envuelto en su piel de carnero, encendía una pipa en el pescante, y todos los viaje­ros, radiantes, hacían empaquetar rápidamente pro­visiones para el resto del viaje.

Sólo esperaban a Bola de Sebo. Apareció. Parecía un poco turbada, avergonzada; y se adelantó tímidamente hacia sus compañeros, quie­nes, todos con un mismo movimiento, le volvieron la espalda como si no hubieran reparado en ella. El conde tomó con dignidad el brazo de su mujer y la alejó de ese contacto impuro.

La fornida muchacha se detuvo, estupefacta. Entonces, empleando todo su coraje, abordó a la mujer del manufacturero con un "buenos días, seño­ra", humildemente murmurado. La otra hizo con la cabeza un pequeño saludo impertinente que iba acompañado de una mirada de virtud ultrajada. Todo el mundo parecía ocupado y se mantenía lejos de ella como si hubiera traído una infección en sus faldas. Luego se precipitaron hacia el coche, donde ella llegó sola, la última, y tomó en silencio el lugar que había ocupado durante la primera parte de la ruta.

Parecían no verla, no conocerla. Pero la señora Loiseau, considerándola de lejos con indignación, dijo a media voz a su marido:

-Felizmente, no estoy al lado de ella.

El pesado carruaje se movió y reanudaron el viaje.

Al principio nadie habló, Bola de Sebo no se atrevía a alzar los ojos. Se sentía al mismo tiempo indignada contra todos sus vecinos y humillada por haber cedido, mancillada por los besos de ese prusia­no entre cuyos brazos la habían arrojado hipócrita­mente.

Pero la condesa, volviéndose hacia la señora Carré-Lamadon, rompió de pronto ese penoso si­lencio:

-¿Usted conoce, según creo, a la señora de Etrelles?

-Sí, es una de mis amigas.

-¡Qué mujer encantadora!

-¡Maravillosa! Una verdadera naturaleza de élite; muy instruida, por otra parte, y artista hasta la punta de los dedos. Canta espléndidamente y dibuja que es una perfección.

El manufacturero conversaba con el conde, y en medio del estruendo de los vidrios surgía a veces una palabra: "Cupones, vencimientos, prima, a tér­mino".

Loiseau, que había substraído el viejo juego de cartas de la posada, grasiento por cinco años de roce sobre las mesas mal secadas, empezó una partida de báciga con su mujer.

Las hermanitas tomaron de sus cinturas el lar­go rosario que colgaba, hicieron a un tiempo la señal de la cruz y, pronto, sus labios empezaron a moverse rápidamente, apresurándose cada vez más, precipi­tando su vago murmullo como para una carrera de oremus: y de cuando en cuando besaban una medalla, se persignaban de nuevo y reanudaban su rápido y continuo susurro.

Cornudet soñaba, inmóvil.

Al cabo de tres horas de viaje, Loiseau recogió sus cartas:

-Tengo apetito -dijo.

Entonces su mujer alcanzó un paquete bien atado del cual hizo salir un pedazo de ternera fría. Lo cortó limpiamente en rebanadas delgadas y firmes, y ambos se pusieron a comer.

-Si hiciéramos otro tanto... -dijo la con­desa.

El conde accedió y ella desenvolvió las provi­siones preparadas para las dos parejas. Era, en uno de esos potes alargados cuya tapa lleva una liebre de porcelana para indicar que una liebre en pasta yace ahí abajo, un fiambre suculento, en el cual blancas lagunas de panceta atraviesan la carne morena de la presa, mezclada con otras carnes picadas. Un her­moso pedazo de gruyére, envuelto en un diario, conservaba impreso: "Información general", sobre su pasta untuosa.

Las dos hermanitas desenvolvieron un salchi­chón que olía a ajo: y Cornudet hundiendo las dos manos en los amplios bolsillos de su sobretodo, sacó de uno cuatro huevos duros y del otro un pedazo de pan. Desprendió la cáscara, la tiró bajo sus pies, en la paja, y se puso a morder los huevos, haciendo caer sobre su vasta barba partículas de amarillo claro que allí adentro parecían estrellas.

Bola de Sebo, en la prisa y en el azoramiento de su despertar, no había podido pensar en nada; y miraba exasperada, sofocada de rabia, a toda esa gente que comía plácidamente. Una ira tumultuosa la crispó al principio y abrió la boca para gritarles la verdad con un borbotón de injurias que le subía a los labios; pero la exasperación la ahogaba tanto que no podía hablar.

Nadie la miraba ni pensaba en ella. Se sentía ahogada en el desprecio de esos honestos canallas que la habían sacrificado primeramente, rechazado luego, como una cosa sucia e inútil. Entonces pensó en su gran cesta llena de cosas buenas que ellos habían devorado golosamente; en sus dos pollos brillantes de gelatina; en sus pasteles, en sus peras, en cuatro botellas de bordeaux; su dolor cayó de pronto como una cuerda demasiado tensa que se rompe, y se sintió a punto de llorar. Hizo esfuerzos terribles, se contrajo, tragó sus sollozos como los chicos, pero el llanto subía, brillaba en el borde de sus párpados, y pronto dos grandes lágrimas, des­prendiéndose de sus ojos, rodaron lentamente sobre sus mejillas. Otras las siguieron más rápidas, fluyendo como gotas de agua que se filtran de una roca, y caían regularmente sobre la curva rolliza de su pecho. Ella permanecía erguida, la mirada fija, la faz rígida y pálida, con la esperanza de que no la vieran.

Pero la condesa lo advirtió y enteró con una seña a su marido. Él se encogió de hombros, como para decir: "¿Qué quieres? No es culpa mía". La señora Loiseau tuvo una risa muda de triunfo y murmuró:

-Llora su vergüenza.

Las dos hermanitas habían vuelto a rezar des­pués de haber envuelto en el papel el resto del salchichón.

Entonces Cornudet, que digería sus huevos, extendió sus largas piernas bajo el asiento de enfren­te, se echó hacia atrás, cruzó los brazos, sonrió como un hombre que acaba de inventar una buena broma y se puso a silbar la Marsellesa.

Todos los rostros se ensombrecieron. Segura­mente, el canto popular no gustaba a sus vecinos. Se sintieron molestos, irritados y parecían listos a au­llar como perros que oyen un organito. Él se dio cuenta y ya no se detuvo. A veces hasta tarareaba las palabras:

Amour sacré de la patrie,

Conduis, soutiens, nos tiras vangeurs;

Liberté, liberté chérie,

Combats avec tes défenseurs.

Huían más rápido, pues la nieve estaba más dura; y hasta Dieppe, durante las largas y tristes horas del viaje, entre el traqueteo del camino en la noche que caía, luego en la oscuridad profunda del coche, continuó con una obstinación feroz su silbido vengador y monótono, obligando a los espíritus cansados y exasperados a seguir el canto de un extremo al otro, a recordar cada palabra que aplica­ban a cada nota.

Y Bola de Sebo lloraba siempre. Y a veces un sollozo que no había podido retener pasaba entre dos estrofas, en las tinieblas.