jueves, 21 de junio de 2007

CONDE DE LAUTRÉAMONT LOS CANTOS DE MALDOROR


1846 Nace en Montevideo, el 4 de abril, Isidore Ducasse, hijo del diplomático francés
Francois Ducasse, destinado en el Consulado de Francia en la capital de Uruguay.
1859/62 Isidore Ducasse cursa estudios en el Liceo Imperial de Tarbes (Francia).
1863/65 Continúa sus estudios en el Liceo Imperial de Pau.
1867 Fija su residencia en Paris.
1868 Aparece en agosto, publicado a cuenta del autor -pero anónimamente- el Canto primero
de su gran poema en prosa Cantos de Maldoror.
1869 Ducasse edita la versión completa de sus Cantos de Maldoror, firmada bajo el
pseudónimo de Conde de Lautréamont, que se convertirá en su verdadero nombre literario, (una novela
de Eugenio Sué llevaba por título Lautréamont, y había sido publicada en 1838). Sin embargo el
volumen no se distribuye en librerías.
1870 Edita bajo su verdadero nombre los dos fascículos titulados Poesías, con los que se
propone iniciar un camino plenamente diferenciado y aparentemente contradictorio con su obra anterior.
El primero de ellos fue presentado a censura en el Ministerio del Interior en el mes de abril y el segundo
en junio de este año, pero no fueron distribuidos. Tras la contienda Franco-Alemana los prusianos
entran en París -tras su rendición- el 19 de septiembre. El 24 de noviembre muere Ducasse/Lautréamont
en Montmartre, París.
1874 Reaparece en Bruselas la edición -no distribuida hasta entonces, posiblemente por
razones de censura- de 1869.
1919 Aparece la primera edición íntegra de Poesías en la revista francesa Littérature, a cargo
de André Breton; su publicación en libro se producirá con un prefacio de otro fundador del surrealismo
-Philippe Soupault- el siguiente año.
LOS CANTOS DE MALDOROR

CANTO PRIMERO
RUEGO al cielo que el lector, animado y momentáneamente tan feroz como lo que lee, encuentre,
sin desorientarse, su camino abrupto y salvaje, a través de las desoladas ciénagas de estas páginas
sombrías y llenas de veneno, pues, a no ser que aporte a su lectura una lógica rigurosa y una tensión
espiritual semejante al menos a su desconfianza, las emanaciones mortales de este libro impregnarán
su alma lo mismo que hace el agua con el azúcar. No es bueno que todo el mundo lea las páginas que
van a seguir; sólo algunos podrán saborear este fruto amargo sin peligro. En consecuencia, alma
tímida, antes de que penetres más en semejantes landas inexploradas, dirige tus pasos hacia atrás y
no hacia adelante, de igual manera que los ojos de un hijo se apartan respetuosamente de la augusta
contemplación del rostro materno; o, mejor, como durante el invierno, en la lejanía, un ángulo de
grullas friolentas y meditabundas vuela velozmente a través del silencio, con todas las velas
desplegadas, hacia un punto determinado del horizonte, de donde, súbitamente, parte un viento
extraño y poderoso, precursor de la tempestad. La grulla más vieja, formando ella sola la vanguardia,
al ver esto mueve la cabeza, y, consecuentemente, hace restallar también el pico, como una persona
razonable, que no está contenta (yo tampoco lo estaría en su lugar), mientras su viejo cuello desprovisto
de plumas, contemporáneo de tres generaciones de grullas, se agita en ondulaciones coléricas
que presagian la tormenta, cada vez más próxima. Después de haber mirado numerosas veces, con
sangre fría, a todos los lados, con ojos que encierran la experiencia, prudentemente, la primera (pues
ella tiene el privilegio de mostrar las plumas de su cola a las otras grullas, inferiores en inteligencia),
con su grito vigilante de melancólico centinela que hace retroceder al enemigo común, gira con
flexibilidad la punta de la figura geométrica (es tal vez un triángulo, aunque no se vea el tercer lado,
lo que forman en el espacio esas curiosas aves de paso), sea a babor, sea a estribor, como un hábil
capitán, y, maniobrando con alas que no parecen mayores que las de un gorrión, porque no es necia,
emprende así otro camino más seguro y filosófico.
Lector, quizás desees que invoque al odio en el comienzo de esta obra. ¿Quién te dice que no has de
olfatear, sumergido en innumerables voluptuosidades, tanto como quieras, con tus orgullosas narices,
anchas y afiladas, volviéndote de vientre, semejante a un tiburón, en el aire hermoso y negro, como
si comprendieras la importancia de ese acto y la importancia no menos de tu legitimo apetito, lenta y
majestuosamente, las rojas emanaciones? Te aseguro que los dos deformes agujeros de tu horroroso
hocico, oh monstruo, se regocijarán, si te dispones de antemano a respirar tres mil veces seguidas la
conciencia maldita de lo Eterno. Tus narices, desmesuradamente dilatadas por la inefable
satisfacción, por el éxtasis inmóvil, no pedirán otra cosa al espacio, embalsamado de perfumes e incienso,
pues se colmarán de una dicha completa, como los ángeles que habitan en la magnificencia y
la paz de los gratos cielos.
En sólo unas líneas estableceré que Maldoror fue bueno durante los primeros años de su vida y vivió
dichoso; dicho está, luego se apercibió de que había nacido perverso: ¡fatalidad extraordinaria!
Ocultó su carácter como pudo, durante un gran número de años, pero al final, a causa de esa
reconcentración que no le era natural, cada día la sangre le subía a la cabeza, hasta que no pudiendo
soportar más semejante vida, se arrojó resueltamente por la senda del mal... ¡atmósfera dulce!
¿Quién lo hubiera dicho? Cuando besaba a un niño de rostro rosado hubiera querido rebanarle las
mejillas como con una navaja, y muy a menudo lo hubiera hecho, si la Justicia, con su largo cortejo
de castigos, no lo hubiera impedido cada vez. No era mentiroso, confesaba la verdad, y se decía
cruel. Humanos, ¿habéis oído? ¡Se atreve a repetirlo con esta pluma que tiembla! Así, pues, existe un
poder más fuerte que la voluntad... ¡Maldición! ¿Querría la piedra sustraerse a las leyes de la
gravedad? Imposible. Imposible, si el mal quisiera conjugarse con el bien. Es lo que yo decía más
arriba.
Aquí hay quienes escriben para conseguir los aplausos de los hombres, por medio de nobles
cualidades del corazón que la imaginación inventa o que ellos puedan tener. ¡Yo hago servir mi genio para pintar las delicias de la crueldad! Delicias no pasajeras ni artificiales, sino que, al
comenzar con el hombre, terminarán con él. ¿No puede el genio aliarse con la crueldad en las
resoluciones secretas de la Providencia? ¿O porque se sea cruel se tiene que carecer de genio? La
prueba se verá en mis palabras; vosotros sólo tenéis que escucharme, si queréis... Perdón, me pareció
que los cabellos se me habían erizado, pero no es nada, pues con mi mano he conseguido colocarlos
fácilmente en su primera posición. El que canta no pretende que sus cavatinas sean algo
desconocido, al contrario, se satisface de que los pensamientos altivos y perversos de su héroe estén
en todos los hombres.
He visto, durante toda mi vida, sin una sola excepción, a los hombres de hombros estrechos realizar
numerosos actos estúpidos, embrutecer a sus semejantes, y pervertir a las almas por todos los
medios. A los motivos de su acción le llaman: la gloria. Viendo esos espectáculos, he querido reír
como los demás; pero eso, extraña imitación, era imposible. Tomé un cuchillo cuya hoja tenía un filo
acerado y me sajé la carne en los sitios donde se unen los labios. Por un instante creí haber
conseguido mi objeto. Contemplé en un espejo la boca maltratada por mi propia voluntad. ¡Fue un
error! La sangre que brotaba abundante de las dos heridas pedía, por otra parte, distinguir si en
verdad era la de los otros. Pero después de unos instantes de comparación, vi bien que mi risa no se
parecía a la de los humanos, es decir, que yo no reía. He visto a los hombres de cabeza fea y ojos
terribles hundidos en las oscuras órbitas, superar la dureza de la roca, la rigidez del acero fundido, la
crueldad del tiburón, la insolencia de la juventud, el furor insensato de los criminales, las traiciones
del hipócrita, a los comediantes más extraordinarios, la fuerza de carácter de los sacerdotes, y a los
seres más ocultos al exterior, los más fríos del mundo y del cielo, dejar a los moralistas que descubran
su corazón, y hacer recaer sobre ellos la cólera implacable de las alturas. Los he visto a todos
a la vez, con el puño más robusto dirigido hacia el cielo, como el de un niño ya perverso contra su
madre, probablemente excitados por algún espíritu infernal, con los ojos recargados de un
remordimiento punzante y al mismo tiempo vengativo, en un silencio glacial, sin atreverse a
manifestar las vastas e ingratas meditaciones que encubría su seno -tan llenas estaban de injusticia y
horror-, y entristecer así de compasión al Dios misericordioso; otras veces, a cada momento del día,
desde el comienzo de la infancia hasta el fin de la vejez, diseminando increíbles anatemas, que no
tenían el sentido común, contra todo lo que respira, contra ellos mismos y contra la Providencia,
prostituir a las mujeres y a los niños, y deshonrar así las partes del cuerpo consagradas al pudor.
Entonces las madres levantan sus aguas, sumergen en sus abismos los maderos; los huracanes y los
temblores de tierra derriban las casas; la peste y la diversas enfermedades diezman a las familias
suplicantes. Pero los hombres no lo perciben. También los he visto enrojecer o palidecer de
vergüenza por su conducta en esta tierra; aunque raramente. Tempestades hermanas de los
huracanes, firmamento azulado cuya belleza no admito, mar hipócrita, imagen de mi corazón, tierra
de seno misterioso, habitantes de las esferas, universo entero, Dios que los has creado con
magnificencia, a ti te invoco: ¡muéstrame a un hombre bueno! Y entonces, que tu gracia decuplique
mis fuerzas naturales, pues ante el espectáculo de ese monstruo, yo puedo morir de asombro: se
muere por mucho menos.
Hay que dejarse crecer las uñas durante quince días. ¡Oh, qué dulzura entonces arrancar brutalmente
de su lecho a un niño que aún no tiene nada sobre su labio superior, y, con los ojos muy abiertos, hacer
el simulacro de pasar suavemente la mano por la frente, inclinando hacia atrás sus hermosos
cabellos! Después, súbitamente, en el momento en que menos lo espera, hundir las largas uñas en su
tierno pecho, de manera que no muera, pues si muriera no podríamos contar más tarde con el aspecto
de sus miserias. A continuación se le bebe la sangre lamiendo las heridas, y durante ese tiempo, que
debería durar tanto como la eternidad, el niño llora. Nada hay tan bueno como su sangre, extraída
como acabo de decir, y aún muy caliente, a no ser sus lágrimas, amargas como la sal. Hombre,
¿nunca has probado tu sangre cuando al azar te has cortado un dedo? Está muy buena, ¿no es cierto?,
pues no tiene ningún sabor. Además, ¿no recuerdas el día en que, en medio de tus lúbricas
reflexiones, llevaste la mano en forma de hueco sobre tu rostro enfermizo humedecido por lo que
resbalaba de tus ojos, mano que se dirigía luego fatalmente hacia la boca que bebía a largos tragos en esa copa, trémula como los dientes del alumno que mira de reojo a aquel que nació para oprimirlo,
las lágrimas? Las lágrimas están buenas, ¿no es cierto?, pues tienen el sabor del vinagre. Se diría las
lágrimas de aquella que ama mucho; pero las lágrimas del niño son mejores para el paladar. El niño
no traiciona nunca, no conoce todavía el mal: aquella que ama mucho traiciona antes o después... lo
adivino por analogía, aunque ignoro qué es la amistad o qué es el amor (y es probable que nunca lo
acepte, al menos de parte de la raza humana). Por lo tanto, y puesto que tu sangre y tus lágrimas no
te disgustan, aliméntate, aliméntate con confianza de las lágrimas y de la sangre del adolescente.
Véndale los ojos mientras desgarras su carne palpitante, y, después de haber oído durante largas
horas sus gritos sublimes, semejantes a los profundos estertores que en una batalla lanzan las
gargantas de los heridos agonizantes, habiéndote apartado como una avalancha, te precipitarás desde
la habitación vecina y harás el simulacro de ir en su ayuda. Le desatarás las manos de nervios y
venas hinchadas, devolverás la vista a sus ojos extraviados, y te pondrás a lamer sus lágrimas y su
sangre. ¡Qué verdadero es entonces el arrepentimiento! La chispa divina que existe entre nosotros, y
que tan raramente se manifiesta, aparece entonces, aunque ¡demasiado tarde! Cómo se derrama el
corazón cuando puede consolar al inocente a quien se le ha causado daño: «Adolescente que acabas
de sufrir crueles dolores, ¿quién ha podido cometer contigo un crimen que no sé cómo calificar?
¡Desgraciado de ti! ¡Cómo debes sufrir! Si tu madre lo supiera, ella no estaría más cerca de la
muerte, tan aborrecida por los culpables, de lo que yo estoy ahora. ¡Ay! ¿Qué es entonces el bien y el
mal? ¿Es la misma cosa, por medio de la cual testimoniamos con rabia nuestra impotencia y la
pasión de alcanzar el infinito, incluso por los medios más insensatos? ¿O bien son dos cosas
diferentes? Sí... es mejor que sean una misma cosa... pues, sino, ¿en qué me convertiría el día del
Juicio Final? Adolescente, perdóname: el que se halla ante tu rostro noble y sagrado es el que ha roto
tus huesos y desgarrado tu carne, que cuelga de diferentes lugares de tu cuerpo. ¿Es un delirio de mi
razón enferma, un instinto secreto que no depende de mis razonamientos, semejante al del águila que
desgarra a su presa, lo que me ha empujado a cometer este crimen, y que, sin embargo, me hace
sufrir tanto como a mi víctima? Adolescente, perdóname. Cuando hayamos abandonado esta vida
pasajera, quiero que estemos abrazados por toda la eternidad, que formemos un solo ser, mi boca
unida a tu boca. Incluso de este modo mi castigo no será completo. Entonces tú me desgarrarás, sin
detenerte nunca, con tus dientes y tus uñas a la vez. Adornaré mi cuerpo con guirnaldas perfumadas
para este holocausto expiatorio y los dos sufriremos, yo por ser desgarrado, tú por desgarrarme... con
mi boca unida a tu boca. ¡Oh adolescente de cabellos rubios y ojos tan dulces!, ¿harás ahora lo que te
aconseje? Aunque te pese, quiero que lo hagas, y mi conciencia volverá a ser feliz.» Después de
haber hablado así, habrás hecho daño a un ser humano, pero habrás sido amado por el mismo ser: es
la mayor felicidad que pueda concebirse. Más tarde podrás internarlo en un hospital, pues el tullido
no podrá ganarse la vida. Te llamarán bueno, y las coronas de laurel y las medallas de oro esparcidas
sobre la gran tumba ocultarán tus pies desnudos al rostro anciano. ¡Oh tú, cuyo nombre no quiero
escribir en esta página que consagra la santidad del crimen, se que tu perdón fue inmenso cómo el
universo! ¡Pero yo existo todavía!

versión completa que incluye detalles biográficos y apuntes críticos de la época

1 comentario:

Lovecraft dijo...

Saludos. Apenas he encontrado tu blog y es bastante bueno. Te agradecería demasiado si pudieses "resubir" el archivo que contiene la obra, gracias.