viernes, 13 de julio de 2007

AZORÍN La Ruta del Quijote

José Augusto Trinidad Martínez Ruiz, más conocido por su seudónimo Azorín (Monóvar, España; 8/11 de junio de 1873 - Madrid, 2/4 de marzo 1967) fue un escritor español. Fue novelista, ensayista y el crítico literario español más importante de su tiempo.

Biografía

Su padre era natural de Yecla, Murcia, y militaba en el partido conservador (llegó a ser alcalde, diputado y seguidor de Romero Robledo). Ejercía de abogado en Monóvar; poseía una importante hacienda; la madre había nacido en Petrer. Era una familia tradicional burguesa y acomodada. Azorín fue el mayor de nueve hermanos. Estudió

bachillerato interno durante ocho años en el colegio de los Escolapios de Yecla, etapa que refleja en sus dos primeras novelas, de fuerte contenido autobiográfico. De 1888 a 1896 cursó derecho en Valencia, donde se interesa por el Krausismo y el anarquismo y se entrega a febriles lecturas literarias y políticas. Empiezan sus pinitos periodísticos. Usa los seudónimos de Fray José, en La Educación Católica de Petrer, Juan de Lis en El Defensor de Yecla etc. Escribe también en El Eco de Monóvar, El Mercantil Valenciano e incluso en El Pueblo, periódico de Vicente Blasco Ibáñez. Casi siempre hace crítica teatral de obras de fuerte contenido social (elogia las obras de Ángel Guimerá y Benito Pérez Galdós o el Juan José de Joaquín Dicenta) y ya refleja sus inclinaciones anarquistas. Traduce el drama La intrusa de Maurice Maeterlink, la conferencia del francés A. Hamon De la patria o Las prisiones del príncipe Kropotkin. En 1895 Azorín publica dos ensayos, Anarquistas literarias y Notas sociales, en las que presenta al público las principales teorías anarquistas.

Se examina en Granada y Salamanca, pero fue más estudiante que estudioso y más atento a las tertulias, al periodismo, al teatro, a la literatura y a los toros que a las leyes. Llegado el 25 de noviembre de 1896 a Madrid para seguir sus estudios, se inició en medio de grandes privaciones en el periodismo republicano (El País, de donde le echan; El Progreso, periódico de Alejandro Lerroux), recibiendo sólo el apoyo de Leopoldo Alas en uno de sus Paliques, e hizo de crítico y traductor. Usa los seudónimos de Cándido, en honor a Voltaire, Ahrimán, el dios persa de la destrucción, Charivari y Este, entre otros. Poco a poco su nombre aparece en revistas y periódicos cada vez más importantes: Revista Nueva, Juventud, Arte Joven, El Globo, Alma Española, España, El Imparcial, ABC. Al mismo tiempo va publicando folletos y libros. Escribe una trilogía de novelas autobiográficas donde ya utiliza su definitivo seudónimo, Azorín, que empezó a usar en 1904: La voluntad, Antonio Azorín y Las confesiones de un pequeño filósofo.

A partir de 1905 el pensamiento y la literatura de Azorín están ya instalados en el conservadurismo. Comienza a colaborar en ABC y participa activamente en la vida política. Antonio Maura, y sobre todo el ministro La Cierva, se convierten en sus máximos valedores. Entre 1907 y 1919 fue cinco veces diputado y dos breves temporadas (en 1917 y 1919) subsecretario de Instrucción pública. Viajó incansablemente por España y ahonda en la lectura de los clásicos del Siglo de Oro. El directorio militar de Primo de Rivera enfrió la actividad pública de Azorín, quien se niega a aceptar cargos políticos de manos del dictador. Reside en Francia con su esposa, Julia Guinda Urzanqui, durante la Guerra Civil, con pasaporte diplomático. En 1924 es elegido miembro de la Real Academia Española. En sus últimos años cultivó asiduamente la crítica cinematográfica.



La ruta de Don Quijote



ArribaAbajoDedicatoria

Al gran hidalgo don Silverio, residente en la noble, vieja, desmoronada y muy gloriosa villa del Toboso; poeta; autor de un soneto a Dulcinea; autor también de una sátira terrible contra los frailes; propietario de una colmena con una ventanita por la que se ve trabajar a las abejas.

AZORÍN.





ArribaAbajoI

La partida

Yo me acerco a la puerta y grito:

–¡ Doña Isabel! ¡Doña Isabel!

Luego vuelvo a entrar en la estancia y me siento con un gesto de cansancio, de tristeza y de resignación. La vida, ¿es una repetición monótona, inexorable, de las mismas cosas con distintas apariencias? Yo estoy en mi cuarto; el cuarto es diminuto; tiene tres o cuatro pasos en cuadro; hay en él una mesa pequeña, un lavabo, una cómoda, una cama. Yo estoy sentado junto a un ancho balcón que da a un patio; el patio es blanco, limpio, silencioso. Y una luz suave, sedante, cae a través de unos tenues visillos y baña las blancas cuartillas que destacan sobre la mesa. Yo vuelvo a acercarme a la puerta y torno a gritar:

–¡Doña Isabel! ¡Doña Isabel!

Y después me siento otra vez con el mismo gesto de cansancio, de tristeza y de resignación. Las cuartillas esperan inmaculadas los trazos de la pluma; en medio de la estancia, abierta, destaca una maleta. ¿Dónde iré yo, una vez más, como siempre, sin remedio ninguno, con mi maleta y mis cuartillas? Y oigo en el largo corredor unos pasos lentos, suaves. Y en la puerta aparece una anciana vestida de negro, limpia, pálida.

–Buenos días, Azorín.

–Buenos días, doña Isabel.

Y nos quedamos un momento en silencio. Yo no pienso en nada; yo tengo una profunda melancolía. La anciana mira inmóvil, desde la puerta, la maleta que aparece en el centro del cuarto.

–¿Se marcha usted, Azorín?

Yo le contesto:

–Me marcho, doña Isabel.

Ella replica:

–¿Dónde se va usted, Azorín? Yo le contesto:

–No lo sé, doña Isabel.

Y transcurre otro breve momento de un silencio denso, profundo. Y la anciana, que ha permanecido con la cabeza un poco baja, la mueve con un ligero movimiento, como quien acaba de comprender, y dice:

–¿Se irá usted a los pueblos, Azorín?

–Sí, sí, doña Isabel –le digo yo–; no tengo más remedio que marcharme a los pueblos.

Los pueblos son las ciudades y las pequeñas villas de La Mancha y de las estepas castellanas que yo amo; doña Isabel ya me conoce; sus miradas han ido a posarse en los libros y cuartillas que están sobre la mesa. Luego me ha dicho:

–Yo creo, Azorín, que esos libros y esos papeles que usted escribe le están a usted matando. Muchas veces –añade sonriendo– he tenido la tentación de quemarlos todos durante alguno de sus viajes.

Yo he sonreído también.

–¡Jesús, doña Isabel! –he exclamado fingiendo un espanto cómico–. ¡Usted no quiere creer que yo tengo que realizar una misión sobre la tierra!

–¡Todo sea por Dios! –ha replicado ella, que no comprende nada de esta misión.

Y yo, entristecido, resignado con esta inquieta pluma que he de mover perdurablemente y con estas cuartillas que he de llenar hasta el fin de mis días, he contestado:

–Sí, todo sea por Dios, doña Isabel.

Después ella junta sus manos con un ademán doloroso, arquea las cejas y suspira:

–¡Ay, Señor!

Y ya este suspiro que yo he oído tantas veces, tantas veces en los viejos pueblos, en los caserones vetustos, a estas buenas ancianas vestidas de negro; ya este suspiro me trae una visión neta y profunda de la España castiza. ¿Qué recuerda doña Isabel con este suspiro? ¿Recuerda los días de su infancia y de su adolescencia, pasados en alguno de estos pueblos muertos, sombríos? ¿Recuerda las callejuelas estrechas, serpenteantes, desiertas, silenciosas? ¿Y las plazas anchas, con soportales ruinosos, por las que de tarde en tarde discurre un perro o un vendedor se para y lanza un grito en el silencio? ¿Y las fuentes viejas, las fuentes de granito, las fuentes con un blasón enorme, con grandes letras, en que se lee el nombre de Carlos V o Carlos III? ¿Y las iglesias góticas, doradas, rojizas, con estas capillas de las Angustias, de los Dolores o del Santo Entierro, en que tanto nuestras madres han rezado y han suspirado? ¿Y las tiendecillas hondas, lóbregas, de merceros, de cereros, de talabarteros, de pañeros, con las mantas de vivos colores que flamean al aire? ¿Y los carpinteros –estos buenos amigos nuestros– con sus mazos que golpean sonoros? ¿Y las herrerías –las queridas herrerías– que llenan desde el alba al ocaso la pequeña y silenciosa ciudad con sus sones joviales y claros? ¿Y los huertos y cortinales que se extienden a la salida del pueblo, y por cuyas bardas asoma un oscuro laurel o un ciprés mudo, centenario, que ha visto indulgente nuestras travesuras de niño? ¿Y los lejanos majuelos a los que hemos ido de merienda en las tardes de primavera y que han sido plantados acaso por un anciano que tal vez no ha visto sus frutos primeros? ¿Y las vetustas alamedas de olmos, de álamos, de plátanos, por las que hemos paseado en nuestra adolescencia en compañía de Lolita, de Juana, de Carmencita o de Rosarito? ¿Y los cacareos de los gallos que cantaban en las mañanas radiantes y templadas del invierno? ¿Y las campanadas lentas, sonoras, largas, del vetusto reloj que oíamos desde las anchas chimeneas en las noches de invierno?

Yo le digo al cabo a doña Isabel:

–Doña Isabel, es preciso partir.

Ella contesta:

–Sí, sí, Azorín; si es necesario, vaya usted.

Después yo me quedo solo con mis cuartillas, sentado ante la mesa, junto al ancho balcón por el que veo el patio silencioso, blanco. ¿Es displicencia? ¿Es tedio? ¿Es deseo de algo mejor que no sé lo que es, lo que yo siento? ¿No acabará nunca para nosotros, modestos periodistas, este sucederse perdurable de cosas y de cosas? ¿No volveremos a oír nosotros, con la misma sencillez de los primeros años, con la misma alegría, con el mismo sosiego, sin que el ansia enturbie nuestras emociones, sin que el recuerdo de la lucha nos amargue, estos cacareos de los gallos amigos, estos sones de las herrerías alegres, estas campanadas del reloj venerable, que entonces escuchábamos? ¿Nuestra vida no es como la del buen caballero errante que nació en uno de estos pueblos manchegos? Tal vez, si, nuestro vivir, como el de don Alonso Quijano el Bueno, es un combate inacabable, sin premio, por ideales que no veremos realizados... Yo amo esa gran figura dolorosa que es nuestro símbolo y nuestro espejo. Yo voy –con mi maleta de cartón y mi capa– a recorrer brevemente los lugares que él recorriera.

Lector: perdóname; mi voluntad es serte grato; he escrito ya mucho en mi vida; veo con tristeza que todavía he de escribir otro tanto. Lector: perdóname; yo soy un pobre hombre que, en los ratos de vanidad, quiere aparentar que sabe algo, pero que en realidad no sabe nada.



ArribaAbajoII

En marcha

Estoy sentado en una vieja y amable casa, que se llama Fonda de la Xantipa; acabo de llegar –¡descubríos!– al pueblo ilustre de Argamasilla de Alba. En la puerta de mi modesto mechinal, allá en Madrid, han resonado esta mañana unos discretos golpecitos; me he levantado súbitamente; he abierto el balcón; aún el cielo estaba negro y las estrellas titileaban sobre la ciudad dormida. Yo me he vestido. Yo he bajado a la calle; un coche pasaba con un ruido lento, rítmico, sonoro. Esta es la hora en que las grandes urbes modernas nos muestran todo lo que tienen de extrañas, de anormales, tal vez de antihumanas. Las calles aparecen desiertas, mudas; parece que durante un momento, después de la agitación del trasnocheo, después de los afanes del día, las casas recogen su espíritu sobre sí mismas, y nos muestran en esta fugaz pausa, antes de que llegue otra vez el inminente tráfago diario, toda la frialdad, la impasibilidad de sus fachadas altas, simétricas, de sus hileras de balcones cerrados, de sus esquinazos y sus ángulos que destacan en un cielo que comienza poco a poco, imperceptiblemente, a clarear en lo alto...

El coche que me lleva corre rápidamente hacia la lejana estación. Ya en el horizonte comienza a surgir un resplandor mate, opaco; las torrecillas metálicas de los cables surgen rígidas; la chimenea de una fábrica deja escapar un humo denso, negro, que va poniendo una tupida gasa ante la claridad que nace por Oriente. Yo llego a la estación. ¿No sentís vosotros una simpatía profunda por las estaciones? Las estaciones, en las grandes ciudades, son lo que primero despierta todas las mañanas, a la vida inexorable y cuotidiana. Y son primero los faroles de los mozos que pasan, cruzan, giran, tornan, marchan de un lado para otro, a ras del suelo, misteriosos, diligentes, sigilosos. Y son luego las carretillas y diablas que comienzan a chirriar y gritar. Y después el estrépito sordo, lejano, de los coches que avanzan. Y luego la ola humana que va entrando por las anchas puertas, y se desparrama, acá y allá, por la inmensa nave. Los redondos focos eléctricos, que han parpadeado toda la noche, acaban de ser apagados; suenan los silbatos agudos de las locomotoras; en el horizonte surgen los resplandores rojizos, nacarados, violetas, áureos, de la aurora. Yo he contemplado este ir y venir, este trajín ruidoso, este despertar de la energía humana. El momento de sacar nuestro billete correspondiente es llegado ya. ¿Cómo he hecho yo una sólida, una sincera amistad –podéis creerlo– con este hombre sencillo, discreto y afable, que está a par de mí, junto a la ventanilla?

–¿Va usted –le he preguntado yo– a Argamasilla de Alba?

–Sí –me ha contestado él–; yo voy a Cinco Casas.

Yo me he quedado un poco estupefacto. ¿Si este hombre sencillo e ingenuo –he pensado– va a Cinco Casas, cómo puede ir a Argamasilla? Y luego en voz alta he dicho cortésmente:

–Permítame usted: ¿cómo es posible ir a Argamasilla y a Cinco Casas?

Él se ha quedado mirándome un momento en silencio; indudablemente yo era un hombre colocado fuera de la realidad. Y al fin ha dicho:

–Argamasilla es Cinco Casas; pero todos le llamamos Cinco Casas...

Todos ha dicho mi nuevo amigo. ¿Habéis oído bien? ¿Quiénes son todos? Vosotros sois ministros; ocupáis los Gobiernos civiles de las provincias; estáis al frente de los grandes organismos burocráticos; redactáis los periódicos; escribís libros; pronunciáis discursos; pintáis cuadros; hacéis estatuas... y un día os metéis en el tren, os sentáis en los duros bancos de un coche de tercera, y descubrís –profundamente sorprendidos– que todos no sois vosotros (que no sabéis que Cinco Casas da lo mismo que Argamasilla), sino que todos es Juan, Ricardo, Pedro, Roque, Alberto, Luis, Antonio, Rafael, Tomás, es decir, el pequeño labriego, el carpintero, el herrero, el comerciante, el industrial, el artesano. Y ese día –no lo olvidéis– habéis aprendido una enorme, una eterna verdad...

Pero el tren va a partir ya en este momento; el coche está atestado. Yo veo una mujer que solloza y unos niños que lloran (porque van a embarcarse en un puerto mediterráneo para América); veo unos estudiantes que, en el departamento de al lado, cantan y gritan; veo, en un rincón, acurrucado, junto a mí, un hombre diminuto y misterioso, embozado en una capita raída, con unos ojos que brillan –como en ciertas figuras de Goya– por debajo de las anchas y sombrosas alas de su chapeo. Mi nuevo amigo es más comunicativo que yo; pronto entre él y el pequeño viajero enigmático se entabla un vivo diálogo. Y lo primero que yo descubro es que este hombre hermético tiene frío; en cambio, mi compañero no lo tiene. ¿Comprendéis los antagonismos de la vida? El viajero embozado es andaluz; mi flamante amigo es castizo manchego.

–Yo –dice el andaluz– no he encontrado en Madrid el calor.

–Yo –replica el manchego– no he sentido el frío.

He aquí –pensáis vosotros, si sois un poco dados a las especulaciones filosóficas–: he aquí explicadas la diversidad y la oposición de todas las éticas, de todos los derechos, de todas las estéticas que hay sobre el planeta. Y luego os ponéis a mirar el paisaje; ya es día claro; ya una luz clara, limpia, diáfana, llena la inmensa llanura amarillenta; la campiña se extiende a lo lejos en suaves ondulaciones de terreros y oteros. De cuando en cuando se divisan las paredes blancas, refulgentes de una casa; se ve perderse a lo lejos, rectos, inacabables, los caminos. Y una cruz tosca de piedra tal vez nos recuerda, en esta llanura solitaria, monótona, yerma, desesperante, el sitio de una muerte, de una tragedia. Y lentamente el tren arranca con un estrépito de hierros viejos. Y las estaciones van pasando, pasando; todo el paisaje que ahora vemos es igual que el paisaje pasado; todo el paisaje pasado es el mismo que el que contemplaremos dentro de un par de horas. Se perfilan en la lejanía radiante las lomas azules; acaso se columbra el chapitel negro de un campanario; una picaza revuela sobre los surcos rojizos o amarillentos; van lentas, lentas por el llano inmenso las yuntas que arrastran el arado. Y de pronto surge en la línea del horizonte un molino que mueve locamente sus cuatro aspas. Y luego pasamos por Alcázar; otros molinos vetustos, épicos, giran y giran. Ya va entrando la tarde; el cansancio ha ganado ya vuestros miembros. Pero una voz acaba de gritar:

–¡Argamasilla, dos minutos!

Una sacudida nerviosa nos conmueve. Hemos llegado al término de nuestro viaje. Yo contemplo en la estación una enorme diligencia –una de estas diligencias que encantan a los viajeros franceses–; junto a ella hay un coche, un coche venerable, un coche simpático, uno de estos coches de pueblo en que todos –indudablemente– hemos paseado siendo niños. Yo pregunto a un mozuelo que a quién pertenece este coche.

–Este coche –me dice él– es de la Pacheca.

Una dama fina, elegante, majestuosa, enlutada, sale de la estación y sube en este coche. Ya estamos en pleno ensueño. ¿No os ha desatado la fantasía la figura esbelta y silenciosa de esta dama, tan española, tan castiza, a quien tan española y castizamente se le acaba de llamar la Pacheca?

Ya vuestra imaginación corre desvariada. Y cuando tras largo caminar en la diligencia por la llanura entráis en la villa ilustre; cuando os habéis aposentado en esta vieja y amable fonda de la Xantipa; cuando, ya cerca de la noche, habéis trazado rápidamente unas cuartillas, os levantáis de ante la mesa, sintiendo un feroz apetito, y decís a estas buenas mujeres que andan por estancias y pasillos:

–Señoras mías, escuchadme un momento. Yo les agradecería a vuesas mercedes un poco de salpicón, un poco de duelos y quebrantos, algo acaso de alguna olla modesta en que haya «más berza que carnero».

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