viernes, 17 de agosto de 2007

NATHANIEL HAWTHORNE - EL ENTIERRO DE ROGER MALVIN

Hawthorne, Nathaniel (1804-1864)
Novelista estadounidense. Nació el 4 de julio de 1804, en Salem (Massachussets). Cursó estudios en el Bowdoin College y al acabar se dedicó a la literatura. Al no gozar del reconocimiento del público, intentó destruir todas las copias de su novela Fanshawe (1828), cuya edición costeó. Además escribía artículos y cuentos breves para periódicos. Algunos de estos cuentos se recogieron en Historias dos veces contadas (1837). Cuentan que iba cada día a la biblioteca Athenaeum para investigar y escribir durante unas cuantas horas. En 1839 fue contratado para trabajar como tasador en la Aduana de Boston. Dos años más tarde publicó una serie de apuntes sobre la historia de Nueva Inglaterra, destinada al público infantil, que llevaba como título La silla del abuelo: relatos para los jóvenes (1841). Se une a la sociedad comunal de la Granja Brook, cerca de Boston. Al ser tan duro el trabajo en la granja y no encontrar tiempo para escribir, a los seis meses abandona la comunidad. En 1842 contrae matrimonio con Sophia Amelia Peabody estableciéndose en Concord (Massachussets). Durante los cuatro años siguientes escribió cuentos que, más tarde, fueron publicados bajo el título de Musgos de una vieja rectoría (1846). Entre ellos se encuentran El entierro de Roger Malvin, La hija de Rappacini y El joven Goodman Brown. En 1846, fue supervisor de la Casa de Aduanas de Boston y en 1849 fue despedido, por una reestructuración política. Por entonces ya había comenzado a escribir La letra escarlata (1850), historia sobre una puritana adúltera, Hester Prynne, que, dando muestras de gran lealtad, se niega a revelar el nombre de su amante. Considerada como su obra maestra. En 1850 se radica en Lenox (Massachussets) allí escribió La casa de los siete tejados (1851) y el Libro de las maravillas para chicas y chicos (1852). Durante una corta estancia en West Newton (Massachussets) escribió La estatua de nieve y otros cuentos contados dos veces (1852) y La granja de Blithedale (1852) inspirada en su estancia en la granja Brook. En 1852, regresó a Concord, donde escribió una biografía en compañía de su amigo, el también escritor Franklin Pierce, que llegaría a ser presidente de los Estados Unidos. Tras su elección, recompensó a Hawthorne con el cargo de cónsul en Liverpool. Durante los dos años siguientes, vivió en Italia, tomando anotaciones para El fauno de mármol (1860), obra simbólica. En 1860 regresó a su país. Murió el 19 de mayo de 1864 en Plymouth (New Hampshire) mientras se encontraba de viaje con Pierce, y esta enterrado en Concord.
Publicados póstumamente son sus títulos: Septimius Felton o el elixir de la vida (1872), El romance de Dolliver (1876), El secreto del doctor Grimshawe (1883) y sus Cuadernos americanos (1868), Cuadernos ingleses (1870) y Cuadernos franceses e italianos (1871).

EL ENTIERRO DE ROGER MALVIN

Uno de los pocos sucesos de las guerras contra los indios susceptibles de recibir la luz de luna de lo novelesco, fue la expedición emprendida en defensa de las fronteras en el año de 1725, que terminó con la célebre "batalla de Lovell". La imaginación, si tiene el juicio de dejar en la sombra ciertos incidentes, encuentra mucho que admirar en el heroísmo de la pequeña tropa que combatió en proporción de dos a uno en las entrañas del territorio enemigo. La evidente valentía desplegada por ambos bandos se ajustó a la concepción civilizada del coraje; y los propios anales de la caballería podrían sin bochorno registrar las hazañas de uno o dos individuos. La batalla, fatal para quienes lucharon, no tuvo consecuencias tan infortunadas para el país; pues dispersó las fuerzas de una tribu y condujo a la paz que reinó en los años siguientes. La historia y la tradición son extraordinariamente detalladas en sus recuentos de este suceso; y el capitán de una avanzada de colonizadores adquirió tanta fama militar como los victoriosos caudillos de legiones. Pese al empleo de nombres ficticios, algunos hechos contenidos en las páginas siguientes serán reconocidos por quienes han oído, de labios de los viejos, acerca de la suerte de los pocos combatientes que quedaron en condiciones de replegarse tras la "batalla de Lovell".

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Los primeros rayos del sol bañaban con su luz alegre las copas de los árboles, bajo los cuales se habían dejado caer aquella víspera un par de hombres heridos y agotados. Su lecho de hojas secas de roble se esparcía sobre el pequeño espacio llano al pie de una roca, situada cerca de la cima de uno de los suaves promontorios que moldean los contornos de esa parte del país. La mole de granito, que levantaba su lisa superficie unos seis u ocho metros sobre sus cabezas, no dejaba de asemejarse a una enorme lápida, sobre la cual las vetas parecían componer una inscripción en caracteres olvidados. En un trecho de varios acres a la redonda, los robles y otros árboles de madera dura tomaban el lugar de los pinos que poblaban aquella zona. Cerca de nuestros caminantes se erguía un robusto roblecillo.

La grave herida del hombre mayor probablemente lo había privado de sueño, ya que se enderezó penosamente hasta quedar sentado tan pronto dio el primer rayo de sol en la copa del árbol más alto. Las hondas líneas de su rostro y sus cabellos entrecanos denotaban que había pasado de la edad madura; pero su musculatura, salvo por los efectos de la herida, habría sido tan capaz de soportar fatigas como en el vigor temprano de la vida. La debilidad y el agotamiento marcaban ahora sus rasgos; y la mirada desesperanzada que dirigió a las profundidades del bosque probaba su convencimiento de que se aproximaba el fin de su peregrinaje. A continuación volvió los ojos hacia el compañero recostado a su lado. El joven —pues escasamente era un hombre crecido—reposaba con la cabeza sobre el brazo, inmerso en un sueño agitado que a cada momento parecía estar a punto de romperse debido a las punzadas de sus heridas. Con la mano derecha agarraba un mosquete y, a juzgar por la violenta expresión de su semblante, en su sopor volvía a presenciar el conflicto del cual era uno de los pocos sobrevivientes. Un grito—potente y penetrante en el delirio de su sueño—se abrió camino como un murmullo imperfecto entre sus labios y, sobresaltándose hasta de oír el delgado sonido de su propia voz, despertó súbitamente. El primer acto de revivir recuerdos fue preguntar lleno de ansiedad por el estado del compañero herido. Este último sacudió la cabeza.

—Reuben, mi chico—dijo—, la roca a cuya sombra nos sentamos será la lápida de un viejo cazador. Todavía nos faltan leguas y leguas de monte desolado; y de nada me serviría que el humo de mi propia chimenea estuviera al otro lado de aquel cerro. La bala india era más mortífera de lo que yo creía.

—Está cansado por estas tres jornadas—replicó el joven—, y otro poco de descanso lo recuperará. Quédese aquí sentado mientras busco en el bosque las hierbas y raíces que tienen que servirnos de sustento. Cuando hayamos comido se apoyará en mí y enderezaremos nuestras caras rumbo a casa. No dudo que con mi ayuda podrá aguantar hasta algún fuerte fronterizo.

—No me quedan dos días de vida, Reuben—dijo con calma el otro—, y no pienso agobiarte más con mi inútil cuerpo, cuando a duras penas puedes con el tuyo. Tus heridas son hondas y vas con rapidez perdiendo fuerzas. Sin embargo, si te apresuras solo, puedes salvarte. Para mí no hay esperanza. Voy a aguardar la muerte aquí.

—Si ha de ser así, me quedo entonces a cuidarlo —dijo Reuben, resuelto.

—No, hijo mío, no—objetó su compañero—. Deja que el deseo de un moribundo tenga influencia en ti. Dame una vez la mano y ándate. ¿Piensas que aliviará mis últimos momentos la idea de que te abandono a una muerte más lenta? Te he amado como un padre, Reuben; y en una ocasión como ésta debo tener algo de la autoridad de un padre. Te ordeno que te vayas, para poder morir en paz.

—¿Y porque ha sido un padre para mí debo entonces dejarlo que perezca y quede sin enterrar en la espesura?—exclamó el joven—. No. Si es verdad que se acerca su fin, voy a cuidar de usted y voy a recibir sus últimas palabras. Cavaré cerca de esta roca una tumba en la que, si la debilidad me rinde, yaceremos los dos; o, si el cielo me da fuerzas, me abriré camino a casa.

—En las ciudades y dondequiera que residen los hombres —respondió el otro—, entierran a los muertos; los esconden de la vista de los vivos. Pero aquí, donde quizás no va a oírse un paso en cien años, ¿por qué no descansar a cielo abierto, cubierto sólo por las hojas de roble cuando el viento de otoño las esparza? En cuanto a un monumento, aquí está esta roca gris, en la que labraré con mano moribunda el nombre de Roger Malvin; y el caminante en días futuros sabrá que duerme aquí un cazador y un guerrero. No tardes, pues, por este despropósito; y apresúrate, si no por tu bien, por el de la que se sentirá desconsolada.

Malvin pronunció estas últimas palabras con voz quebrada y su efecto sobre el compañero fue más que evidente. Le recordaban que había otros deberes menos cuestionables que compartir la suerte de un hombre a quien de nada beneficiaría con su muerte. Tampoco puede aseverarse que ningún sentimiento egoísta pugnó por penetrar al corazón de Reuben, aunque la conciencia lo hacía resistirse con mayor ahínco a los ruegos de su compañero.

—¡Qué horrible es esperar el lento paso de la muerte en estas soledades! exclamó—. El bravo no se acobarda en la batalla; y, cuando hay amigos alrededor del lecho, incluso una mujer puede morir sin perder el aplomo; pero aquí...

—No voy a amilanarme, ni aun aquí, Reuben Bourne—lo interrumpió Malvin—. No soy un hombre de débil corazón y, si lo fuera, existe un soporte más seguro que el de los amigos terrenales. Eres joven y amas la vida. Vas a necesitar más consuelo que yo en tu lance postrero. Y cuando me hayas depositado en la tierra y estés solo, y la noche descienda sobre el bosque, vas a sentir toda la amargura de mi muerte, que ahora puedes esquivar. Pero no quiero incitar un motivo egoísta en tu naturaleza generosa. Déjame por mi bien, de modo que, tras rezar una oración por tu seguridad, me quede tiempo para rendir cuentas sin que me perturben las penas de este mundo.

—Y su hija, ¿cómo me atreveré a mirarla a los ojos?—inquirió Reuben—. Va a preguntarme por la suerte de su padre, cuya vida juré defender con la mía. ¿Debo decirle que marché con él tres días desde el campo de batalla y que lo abandoné para que pereciera en la espesura? ¿No sería mejor recostarme y morir a su lado que regresar a salvo y contarle esto a Dorcas?

—Dile a mi hija —dijo Roger Malvin— que aunque tú mismo estabas gravemente herido, y débil, y agotado, por varias leguas dirigiste mis pasos vacilantes y que me abandonaste sólo a instancias de mis sinceras súplicas, porque yo no quería que tu sangre me manchara el alma. Dile que fuiste leal en el dolor y en el peligro y que si tu flujo vital hubiera podido salvarme, se habría derramado hasta la última gota. Y dile que serás algo más preciado que un padre, que mi bendición cae sobre ambos y que mis ojos moribundos columbran un camino largo y placentero que habrán de recorrer en compañía.

Mientras hablaba, Malvin casi se levantó; y el vigor de sus palabras finales pareció colmar el bosque agreste y desolado con una visión de felicidad. Pero cuando se desplomó, exhausto, en el lecho de hojarasca, se extinguió la luz que se había encendido en los ojos de Reuben. Este sentía que era pecaminoso y era necio pensar en la felicidad en aquellos momentos. Su compañero observaba cómo cambiaba de expresión y trató, con generosa maña, de inducirlo a su propio bien.

—Tal vez me equivoco respecto al tiempo que tengo por vivir—continuó—. Puede ser que, con pronta ayuda, me recupere de mi herida. Los fugitivos delanteros ya deben de haber llevado noticias del combate fatal a las fronteras y van a enviar partidas de socorro para quienes estamos en estas condiciones. Si te encuentras con una de éstas y los traes aquí, ¿quién quita que pueda sentarme otra vez frente a la chimenea?

Una sonrisa lastimera cruzó el rostro del moribundo al insinuar aquella esperanza infundada; la cual, empero, no dejó de producir efecto en Reuben. Ni el mero egoísmo ni la afligida situación de Dorcas lo habrían impelido a abandonar al compañero en esa coyuntura; pero sus deseos se apresuraron a adoptar la idea de que podía salvarse la vida de Malvin y su temperamento optimista elevó casi hasta ser certeza la remota posibilidad de conseguir ayuda humana.

—Ciertamente hay razones, poderosas razones, para esperar que haya amigos no muy lejos—dijo a media voz—. A las primeras escaramuzas salió huyendo un cobarde, ileso y de seguro a muy buen paso. Todo hombre recto en las fronteras se terciaría el mosquete al oír la noticia; y, aunque ningún grupo va a adentrarse tanto en los bosques, tal vez me los encuentre a un día de camino.

—Aconséjeme con sinceridad—dijo, dirigiéndose a Malvin, dudoso de sus propios motivos—. ¿Si se encontrara en mi lugar, me abandonaría mientras hubiera vida?

—Hace ya veinte años—replicó Roger Malvin suspirando, pues era consciente de la gran diferencia entre ambos casos—, hace veinte años que escapé junto con un amigo del cautiverio de los indios cerca de Montreal. Caminamos muchos días por el bosque hasta que al fin, rendido por el hambre y el cansancio, mi amigo se echó al suelo y me rogó que lo dejara, pues sabía que si yo me quedaba ambos pereceríamos. Y, con pocas esperanzas de obtener socorro, hice una almohada de hojas secas bajo su cabeza y partí apretando el paso.

—¿Y volvió a tiempo para salvarlo?—preguntó Reuben, pendiente de las palabras de Malvin como si fueran a profetizarle éxito.

—Sí —respondió el otro—. Llegué al campamento de unos cazadores antes del anochecer de ese mismo día. Los conduje al lugar donde mi camarada esperaba la muerte; y ahora vive sano y vigoroso en su granja, en tierras colonizadas, mientras yo estoy herido aquí en las profundidades del territorio inexplorado.

Este ejemplo, de mucho peso sobre la decisión de Reuben, venía robustecido, sin que él lo supiera, por la fuerza oculta de muchos otros motivos. Roger Malvin se daba cuenta de que estaba a punto de obtener la victoria.

—Ahora vete, hijo mío, y que el cielo te ayude —dijo—. No te regreses con tus compañeros cuando te los encuentres, sino que manda aquí a tres o cuatro que estén disponibles para buscarme; y créeme, Reuben, mi corazón estará más alegre con cada paso que des con dirección a casa.

Pero se dio, tal vez, un cambio en su expresión y en su voz mientras decía esto; puesto que, después de todo, era un sino espantoso quedarse agonizando en la espesura.

Reuben Bourne, apenas medio convencido de estar obrando correctamente, se levantó por fin y se dispuso a partir. Pero antes, contra la voluntad de Malvin, recogió una provisión de hierbas y raíces, lo único que habían comido en los dos últimos días.

Colocó estas inútiles raciones al alcance del moribundo, para quien igualmente apiló un lecho de hojas secas de roble. Luego, subiendo a la cima de la roca, que por un lado era áspera y escabrosa, arqueó el roblecillo y amarró su pañuelo de la rama más alta. Tal precaución no era innecesaria para guiar a quien viniera en busca de Malvin, pues ningún flanco de la roca, excepto el amplio y liso frente, se podía ver desde cierta distancia debido a la tupida broza del bosque. El pañuelo había servido para vendar una herida en el brazo de Reuben. Cuando lo ató al árbol juró por la sangre que lo manchaba que iba a regresar, bien a salvar la vida de su compañero, bien a depositar su cadáver en la tumba. Bajó después y esperó cabizbajo las palabras de despedida de Malvin.

La veteranía de este último le dictó prolijos consejos acerca del viaje del joven por el bosque no hollado. Hablaba sobre el tema con calmosa seriedad, como si enviara a Reuben al combate o de caza mientras él se quedaba en la seguridad del hogar, y no como si el rostro humano que pronto iba a desampararlo fuera el último que jamás contemplara. Pero antes de terminar flaqueó su entereza.

—Lleva mi bendición a Dorcas y dile que mi última oración será por ella y por ti. Pídele que no guarde aversión porque me dejaste, pues la vida no te habría pesado si con su sacrificio me hubieras hecho un bien. Se casará contigo después de haber llorado un rato por su padre. ¡Que el cielo les conceda largos años felices y que los hijos de sus hijos estén al pie de su lecho mortuorio! Y, Reuben—añadió, mientras por fin se abría paso el desaliento de la mortalidad—, regresa, cuando hayan sanado tus heridas y otra vez tengas bríos, regresa a esta roca agreste, entierra mis huesos en una sepultura y reza una oración por ellos.

Los colonos de aquellas fronteras guardaban un respeto casi supersticioso por los ritos de entierro, proveniente tal vez de las costumbres de los indios, que guerreaban con los muertos igual que con los vivos. Y hay muchos casos de sacrificio de la vida en un intento por sepultar a quienes habían sido derribados por la "espada de la selva". Reuben, por tanto, reconocía la enorme importancia de la promesa que con toda solemnidad hizo de regresar y efectuar las exequias de Roger Malvin. Era patente que este último, al expresarse de todo corazón en el adiós, ya ni siquiera trataba de convencer al joven de que la ayuda más rápida serviría para preservar su vida. Reuben sabía en su fuero interno que nunca más vería la cara viva de Malvin. Su generosidad lo habría constreñido a demorarse, hasta pasar la escena de la muerte; pero las ganas de vivir y la esperanza de la dicha le habían animado el corazón y era incapaz de resistirlas.

—Es suficiente—dijo Roger Malvin tras escuchar la promesa de Reuben—. Andate, y que Dios te dé alas.

Sin decir nada el joven le apretó la mano, dio media vuelta y se alejó. Empero, cuando con paso lento y vacilante había recorrido un corto trecho, lo hizo volver la voz de Malvin.

—Reuben, Reuben—llamaba débilmente.

Reuben se arrodilló junto al agonizante.

—Levántame y recuéstame en la roca—fue su último ruego—. Así mi cara queda mirando a casa y podré verte por un momento más mientras te pierdes entre los árboles.

Habiendo hecho la deseada modificación en la postura de su compañero, Reuben reemprendió el solitario peregrinaje. Al principio caminó más rápido de lo que era compatible con sus fuerzas, pues una especie de sentimiento de culpa, que en ocasiones atormenta a los hombres en sus acciones más justificadas, lo impelía a ocultarse de los ojos de Malvin. Pero después de haber pisado un largo rato la crujiente hojarasca regresó a hurtadillas, movido por una curiosidad desenfrenada y lancinante y, escondido tras la raíz terrosa de un árbol descuajado, acechó atentamente al hombre abandonado. No se nublaba el sol de la mañana y árboles y arbustos inhalaban el dulce aire del mes de mayo. Sin embargo, la faz de la naturaleza parecía ensombrecida, como si se compadeciera de la agonía mortal y del dolor. Roger Malvin levantaba las manos en fervorosa oración, algunas de cuyas frases se deslizaban por la quietud del bosque y penetraban en el corazón de Reuben, atormentándolo con ramalazos indecibles. Pedían, con acentos quebrantados, por la felicidad de éste y la de Dorcas. Al oír esto el joven, la conciencia, ó algo parecido, lo urgía fuertemente a regresar y otra vez reclinarse al pie de la roca. Sentía cuán duro era el destino de aquel ser bueno y generoso que había abandonado en la adversidad. La muerte llegaría como un cadáver que se acercara lentamente, reptando por el bosque y asomando de árbol en árbol, cada vez más cerca, sus espantosos y congelados rasgos. Pero igual suerte habría corrido Reuben de haberse demorado otro crepúsculo. ¿Quién puede reprocharle que rehuyera tan inútil sacrificio? Mientras lanzaba una mirada de despedida, un soplo de brisa agitó el pequeño pendón que colgaba del roblecillo y le hizo recordar a Reuben su promesa.

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Varias circunstancias se aunaron para retardar al caminante herido en su regreso a la frontera. Al segundo día las nubes, encapotando el cielo, le hicieron imposible ajustar el rumbo según la posición del sol. Sólo sabía que cada impulso de sus ya casi extintas fuerzas lo alejaba aún más del hogar que buscaba. Las bayas y otros frutos silvestres le suministraban el escaso sustento. Es cierto, a veces pasaban saltando frente a él manadas de venados y las perdices al oír sus pisadas batían las alas y volaban, pero había agotado sus municiones en la batalla y no tenía con qué derribarlos. Las heridas, inflamadas por el constante esfuerzo del que dependían sus esperanzas de sobrevivir, corroían su fibra y a ratos le confundían la razón. Pero, incluso en los extravíos de la mente, el joven corazón de Reuben se aferraba a la existencia; y sólo cuando por fin fue incapaz de dar un paso más, se desplomó bajo un árbol, obligado a esperar allí la muerte.

En esta situación fue descubierto por una partida que a las primeras nuevas del combate fue despachada a socorrer a los sobrevivientes. Lo condujeron a la colonia más cercana, que resultó ser su lugar de residencia.

Dorcas, con la sencillez característica de antaño, veló al pie del lecho del pretendiente herido y administró ese bálsamo que es don exclusivo de la mano y del corazón de la mujer. Por varios días la memoria de Reuben vagó soñolienta entre los peligros y fatigas que había atravesado y no pudo dar respuestas claras a las preguntas con que muchos estuvieron prontos a importunarlo. No habían circulado detalles de primera mano sobre la batalla, ni tampoco sabían las madres, las esposas y los hijos si los seres queridos estaban retenidos en cautiverio o bajo la más firme cadena de la muerte. Dorcas abrigó sus temores en silencio, hasta una tarde en que Reuben despertó de un sueño agitado y pareció reconocerla más conscientemente que en ningún momento previo. Percibió ella que su mente se había aclarado y no pudo seguir reprimiendo la ansiedad filial.

—¿Y mi padre, Reuben?—comenzó a decir; pero un cambio en la expresión de su enamorado la detuvo.

El joven se crispó como por un dolor agudo y la sangre fluyó violentamente a sus mejillas macilentas. Su primer impulso fue cubrirse la cara; pero, al parecer con un esfuerzo extremo, se enderezó a medias y habló con vehemencia, defendiéndose de una acusación imaginaria.

—Tu padre fue herido de gravedad en el combate, Dorcas; y me pidió que no cargara con él, únicamente que lo llevara a la orilla del lago para poder calmar la sed y allí morir. Pero yo no quería abandonarlo en ese trance y, aunque yo también sangraba, le dí apoyo. Le presté la mitad de mis fuerzas y partí con él. Caminamos juntos tres días y tu padre aguantó más de lo que yo esperaba; pero, cuando desperté al amanecer del cuarto día, lo encontré débil y agotado. No podía seguir. Su vida se escapaba rápidamente

—¡Murió!—gimió Dorcas desmayadamente.

A Reuben le pareció imposible admitir que su egoísta amor a la vida lo había hecho alzar el vuelo antes de que se consumara el destino del padre. No habló más. Se limitó a agachar la cabeza y, entre la vergüenza y el agotamiento, se recostó de nuevo y hundió la cara en la almohada. Dorcas lloró al ver confirmados sus temores; pero, habiéndolo previsto tanto tiempo, el golpe no fue tan violento.

—¿Cavaste en la espesura una tumba para mi pobre padre, Reuben?—fue la pregunta con que manifestó su devoción filial.

—Mis manos estaban débiles, pero hice lo que pude—contestó el joven con acento apagado—. Sobre su cabeza se levanta una noble lápida. ¡Quisiera el cielo que mi sueño fuera tan profundo como el suyo!

Dorcas, notando el extravío de las últimas palabras, por el momento no hizo más preguntas; pero su corazón encontró alivio pensando que a Roger Malvin no le faltaron los ritos funerales que fue posible conferirle. La historia del coraje y la lealtad de Reuben no perdió nada cuando ella la repitió a sus amigos; y el infeliz muchacho, cuando salía tambaleándose a tomar el aire, recibía de todas las bocas la miserable y humillante tortura del elogio inmerecido. Todos convenían en que se había ganado el derecho de pedir la mano de la doncella a cuyo padre le había sido "fiel hasta la muerte"; y, como mi relato no es de amor, baste decir que en unos pocos meses Reuben se convirtió en el esposo de Dorcas Malvin. Durante la boda la novia se cubría de rubores, pero el rostro del novio estaba pálido.

En el pecho de Reuben Bourne había ahora un reato inconfesable, algo que había de ocultar con suma cautela a la mujer que más quería y en quien más confiaba. Deploraba honda y amargamente la cobardía moral que había refrenado sus palabras cuando estuvo a punto de revelarle la verdad a Dorcas. Pero el orgullo, el temor de perder su cariño, el miedo del desprecio general, le prohibían enmendar su falsedad. No creía merecer censura alguna por haber abandonado a Roger Malvin. Su presencia, el vano sacrificio de su vida, sólo habría añadido otra agonía innecesaria a la hora final del moribundo; pero el encubrimiento le había impartido a un acto justificable muchos de los efectos de la culpa. Así, Reuben, mientras que la razón le decía que había obrado bien, padecía en alto grado los horrores mentales que castigan al autor de un crimen secreto. Ciertas asociaciones de ideas a veces lo llevaban a imaginarse casi que era un asesino. También, durante años, lo rondó un pensamiento que, aunque se daba cuenta de cuán insensato y extravagante era, no estaba en su poder desterrar de su mente. Era la obsesiva y atormentadora fantasía de que su suegro todavía esperaba, al pie de la roca, sobre las hojas secas, vivo, la ayuda prometida. Estos espejismos, sin embargo, se iban como venían y él nunca los tomaba por realidades; pero en los estados de ánimo más tranquilos y lúcidos era consciente de tener una promesa por cumplir y de que un cadáver insepulto lo llamaba desde la espesura. No obstante, las consecuencias de su engaño eran tales que le impedían obedecer aquel llamado. Ahora era demasiado tarde, no podía pedir la ayuda de los amigos de Roger Malvin para efectuar la postergada inhumación; y los temores supersticiosos, de los que nadie era más susceptible que las gentes de los poblados fronterizos, le impedían ir solo. Tampoco sabía cómo buscar en el ilimitado bosque virgen la piedra lisa y con una inscripción en cuya base reposaba el cadáver: los recuerdos de cada etapa de su trayectoria eran confusos y del último tramo no quedó en su mente impresión alguna. Había, sin embargo, un impulso continuo, una voz que sólo él oía, que le ordenaba ir a cumplir con su promesa; y tenía la impresión de que, en caso de decidirse a abrir trocha, sería conducido derecho hasta los huesos de Malvin. Pero año tras año, sin oírlo pero sí sintiéndolo, pasaba sin atender el llamamiento. Su obsesión secreta llegó a ser como una cadena que le agarrotaba el alma y como una serpiente que le roía el corazón. Se convirtió en un hombre triste, desalentado e irritable.

Pasados unos años tras su boda, comenzaron a hacerse visibles ciertos cambios en la prosperidad material de Reuben y Dorcas. Las únicas riquezas del primero habían sido su recio corazón y su potente brazo; pero ella, única heredera de su padre, hizo a su marido amo de una granja, cultivada por más tiempo, más grande y más bien surtida que la mayoría de las de la frontera. Reuben Bourne, sin embargo, era un negligente labrador. Y mientras las tierras de los otros colonos cada año eran más productivas, las suyas se deterioraban al mismo ritmo. Los obstáculos para la agricultura habían disminuido grandemente con el cese de las hostilidades de los indios, durante las cuales los hombres sostenían el arado en una mano y el mosquete en la otra, y corrían con suerte si el salvaje enemigo no arruinaba, en el campo o en el granero, los frutos de su labor riesgosa. Pero Reuben no se benefició de la cambiada situación del país. Tampoco puede negarse que las ocasiones en que atendió con diligencia sus asuntos fueron recompensadas con muy poco éxito. La irritabilidad que últimamente lo había distinguido fue otra causa de la mengua de su prosperidad, pues daba pie a frecuentes disputas en el inevitable roce con los colonos vecinos. El resultado fueron incontables litigios, ya que las gentes de Nueva Inglaterra, en las primeras etapas y en las circunstancias más incivilizadas del país, recurrían, cuando podían, a las vías legales para dirimir sus pleitos. En resumen, el mundo no la iba bien con Reuben Bourne; y, aunque no fue sino muchos años después del matrimonio, por fin llegó a arruinarse. Contaba sólo con un último recurso contra el mal sino que lo perseguía. Desnudaría al sol algún rincón profundo de los bosques y buscaría la subsistencia en el regazo virgen de la tierra.

Reuben y Dorcas tenían un hijo único de quince años cumplidos, bello en la juventud y promesa de una espléndida hombría. Estaba especialmente dotado, y ya empezaba a sobresalir en ellas, para las bravías faenas de la vida de frontera. Su pie era ligero, su puntería certera, alerta su sentido, alegre y noble el corazón; y todos los que esperaban un regreso de las guerras de los indios hablaban de Cyrus Bourne como un futuro caudillo del país. Su padre lo quería con un fervor profundo y silencioso, como si todo lo que fuera bueno y dichoso en su persona hubiese sido traspasado al hijo, llevándose consigo su cariño. Incluso Dorcas, amorosa y amada, le era asaz menos querida; ya que los pensamientos secretos de Reuben y sus emociones retraídas lo habían ido convirtiendo en un hombre egoísta. Ya no podía amar intensamente, excepto cuando percibía o imaginaba un reflejo o parecido de su propia mente. Reconocía en Cyrus lo que él había sido en otros tiempos; y de vez en cuando parecía compartir el espíritu del muchacho y reanimarse con una vida lozana y festiva. Reuben partió en compañía de su hijo en una expedición que tenía el propósito de escoger una extensión de tierra y de talar y quemar la broza, condición necesaria para el trasteo le los enseres domésticos. En estas estuvieron dos meses de otoño, tras los cuales Reuben Bourne y el joven cazador regresaron para pasar el último invierno en el asentamiento.


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Marqués de Sade - Agudeza Gascona

Marqués de Sade

Artículo destacado

Retrato del Marqués de Sade por Charles-Amédée-Philippe van Loo (c. 1761)

Retrato del Marqués de Sade por Charles-Amédée-Philippe van Loo (c. 1761)

Donatien Alphonse François de Sade, más conocido por su título de Marqués de Sade y llamado por sus admiradores "el Divino Marqués" (París, 2 de junio de 1740Charenton-Saint-Maurice, Val-de-Marne, 2 de diciembre de 1814), fue un aristócrata, escritor y filósofo francés, autor de varias novelas que aúnan los relatos pornográficos con la exposición de un sistema filosófico materialista y ateo. Su filosofía es la de la libertad extrema, sin el freno de la ética, la religión o las leyes, con la búsqueda del placer personal como principio más elevado. Escribió la mayor parte de sus obras durante los 29 años de su vida que pasó en prisión. De su nombre procede la palabra sadismo.



Agudeza Gascona

Un oficial gascón había recibido de Luis XIV una gratificación de ciento cincuenta doblones y, recibo en mano, entra sin hacerse anunciar en casa del señor Colbert, que estaba sentado a la mesa con varios caballeros Señores, ¿cuál de vosotros pregunta con un acento que delataba su patria, quien, os lo ruego, es el señor Colbert?

Yo, señor -le responde el ministro-. ¿En que puedo serviros?

-Una fruslería, señor. Se trata tan sólo de una gratificación de ciento cincuenta doblones que es pre­ciso que me descontéis en seguida.

- El señor Colbert, que se da perfecta cuenta de que el personaje se prestaba a la burla, le pide permiso para acabar de cenar y, para que no se impaciente, le ruega que se siente a la mesa con él.

- Con mucho gusto -contestó el gascón-, excelente idea, pues no he cenado todavía.

Terminada la comida, el ministro, que ha tenido tiempo de prevenir al encargado mayor, dice al oficial que ya puede subir al despacho, que su dinero le espera; el gascón sube.. pero no le entregan más que cien doblones.

- ¿Queréis bromear, señor? -dice al funcionario-. ¿O no véis que mi orden dice ciento cincuenta?

- Señor -le contesta el escribiente-, veo perfec­tamente vuestra orden, pero os descuento cincuenta doblones por la cena.

-¡Pardiez, cincuenta doblones! Si en mi posada me cuesta sólo diez sueldos!

-Os creo, pero allí no tenéis el honor de cenar con un ministro.

- Perfectamente -replica el gascón- en eso caso, señor, guardároslo todo; mañana traeré a uno de mis amigos y estamos en paz.

La respuesta y la broma que le había provocado hicieron reír durante un rato a la corte; se añadieron los cincuenta doblones a la gratificación del gascón, que regresó triunfalmente a su tierra, hizo el elogio de las cenas del señor Colbert, de Versalles y de cómo era allí recompensado el ingenio del Garona.


viernes, 3 de agosto de 2007

Mansfield, Katherine
1888-1923
A pesar de que Katherine Mansfield nació en Wellington, Nueva Zelanda, en 1888, su nombre está incluido dentro de la literatura inglesa de las primeras décadas del siglo XX. Y se debe incluirla dentro de la literatura de ese país no sólo por las relaciones que tuvo con escritores de Inglaterra, sino también por su voluntad de conocer Londres y vivir en ella. Su primer viaje a Londres lo hizo cuando tenía trece a?os. Aún se llamaba Kathleen Beauchamp. No pudo quedarse más tiempo en la ciudad europea, debido a que su familia le exigió el regreso. A los veinte a?os, luego de insistentes pedidos a su padre, retornó a Inglaterra. Su padre, quien era un afamado hombre de negocios de Wellington, la ayudó a subsistir en la nueva ciudad, otorgándole una mensualidad. A esa ayuda económica se le sumaron las clases de violín que daba ella. Sin embargo, sus días londinenses estuvieron rodeados de un ambiente bohemio, lejos de la comodidad que disfrutaba en su ciudad natal. En 1911 publicó su primer libro, los cuentos de En una Pensión Alemana. Gran parte de la obra fue escrita en Alemania, a donde viajó ocasionalmente por un conflicto sentimental, hasta que en 1912 volvió a Londres, la ciudad que la fascinaba. En esos primeros a?os del nuevo siglo, llegaron a Inglaterra los primeros cuentos traducidos del escritor ruso Antón Chéjov, lo que generó la atención de toda la comunidad intelectual inglesa. Katherine Mansfield no fue la excepción, e incluso siempre se la comparó -por su estilo y temática- con el creador ruso. De regreso a Londres, Mansfield comenzó a escribir en la revista Review, cuyo director, John Middleton Murry, conocido por toda la intelectualidad inglesa de la época, terminó siendo su esposo, en 1918. El mismo a?o en que se casó con Middleton Murry, Katherine Mansfield publicó dos relatos largos, "Preludio" y "En la Bahía". Los dos cuentos retrataron su infancia con la misma frescura con que vivió esos a?os. Esos relatos fueron también una suerte de evocación a su hermano, quien durante la Primera Guerra Mundial se había sumado a las tropas expedicionarias del ejército inglés y murió en el frente de batalla. Comenzaba la década del veinte y Mansfield presentía que su tuberculosis era incurable. En esos a?os, aceleró su producción literaria. En 1920 publicó Felicidad y otros cuentos; dos a?os después, La Fiesta en el jardín y otros cuentos. La escritora ya ocupaba un lugar de respeto y admiración dentro de la literatura inglesa. Sin embargo, debido a su enfermedad, en 1922 dejó de escribir. La esperanza por vivir la había forzado a adoptar una vida naturista. El mismo a?o en que abandonó la escritura, se internó en un establecimiento de disciplina espiritual, dirigido por Gurdjieff, un recurrido y prestigioso teósofo. En ese mismo internado falleció en 1923, con sólo treinta y cinco a?os. Su esposo, Middleton Murry, continuó publicando escritos de Mansfield, entre los que se destacaron los diarios y las cartas, textos íntimos que mostraron una forma de pensar innovadora, cuya comprensión, en algunos casos, demoró algunas décadas

El canario
¿Ves aquel clavo grande a la derecha de la puerta de entrada? Todavía me da tristeza mirarlo, y, sin embargo, por nada del mundo lo quitaría. Me complazco en pensar que allí estará siempre, aun después de mi muerte. A veces oigo a los vecinos que dicen: «Antes allí debía de colgar una jaula». Y eso me consuela: así siento que no se le olvida del todo.
...No te puedes figurar cómo cantaba. Su canto no era como el de los otros canarios, y lo que te cuento no es sólo imaginación mía. A menudo, desde la ventana, acostumbraba observar a la gente que se detenía en el portal a escuchar, se quedaban absortos, apoyados largo rato en la verja, junto a la planta de celinda. Supongo que eso te parecerá absurdo, pero si lo hubieses oído no te lo parecería. A mí me hacía el efecto que cantaba canciones enteras que tenían un principio y un final. Por ejemplo, cuando por la tarde había terminado el trabajo de la casa, y después de haberme cambiado la blusa, me sentaba aquí en la varanda a coser: él solía saltar de una percha a otra, dar golpecitos en los barrotes para llamarme la atención, beber un sorbo de agua como suelen hacer los cantantes profesionales, y luego, de repente, se ponía a cantar de un modo tan extraordinario, que yo tenía que dejar la aguja y escucharlo. No puedo darte idea de su canto, y a fe que me gustaría poderlo describir. Todas las tardes pasaba lo mismo, y yo sentía que comprendía cada nota de sus modulaciones.
¡Lo quería! ¡Cuánto lo quería! Quizá en este mundo no importa mucho lo que uno quiere, pero hay que querer algo. Mi casita y el jardín siempre han llenado un vacío, sin duda; pero nunca me han bastado. Las flores son muy agradecidas, pero no se interesan por nuestra vida. Hace tiempo quise a la estrella del atardecer. ¿Te parece una tontería? Solía sentarme en el jardín, detrás de la casa, cuando se había puesto el sol, y esperar a que la estrella saliera y brillara sobre las ramas oscuras del árbol de la goma. Entonces le murmuraba: «¿Ya estás aquí, amor mío?». Y en aquel instante parecía brillar sólo para mí. Parecía que lo comprendiera...; algo que es nostalgia y sin embargo no lo es. O quizá el dolor de lo que uno echa de menos, sí, era este dolor. Pero ¿qué era lo que echaba de menos? He de agradecer lo mucho que he recibido.
...Pero, en cuanto el canario entró en mi vida, olvidé a la estrella del atardecer: ya no me hacía falta. Y aquello ocurrió de una manera extraña. Cuando el chino que vendía pájaros se detuvo delante de mi puerta y levantó la jaulita donde el canario, en vez de sacudirse como hacían los dorados pinzones, lanzó un débil y leve gorjeo, me sorprendí a mí misma diciéndole:
-¿Ya estás aquí, amor mío?
Desde aquel instante fue mío.
...Aún me asombra ahora recordar cómo él y yo compartíamos nuestras vidas. En cuanto por la mañana quitaba el paño que cubría su jaula, me saludaba con una pequeña nota soñolienta. Yo sabía que quería decirme: «¡Señora! ¡Señora!». Luego lo colgaba afuera, mientras preparaba el desayuno de mis tres muchachos pensionistas, y no lo entraba hasta que volvíamos a estar solos en casa. Más tarde, en cuanto terminaba de lavar los platos, empezaba una verdadera diversioncita nuestra. Solía poner una hoja de periódico en la mesa, y, cuando colocaba la jaula encima, el canario sacudía las alas desesperadamente como si no supiera lo que iba a ocurrir. «Eres un verdadero comediante», le decía riñéndolo. Le frotaba el plato de la jaula, lo espolvoreaba de arena limpia, llenaba de alpiste y de agua los recipientes, ponía entre los barrotes unas hojas de pamplina y medio chile. Y estoy segura de que él comprendía y sabía apreciar cada detalle de esta ceremonia. ¿Comprendes? Era, de natural, de una pulcritud exquisita. En su percha jamás había una mancha. Y sólo viendo cómo disfrutaba bañándose se comprendía que su gran debilidad era la limpieza. Lo que yo ponía por último en la jaula era el envase en que se bañaba. Y al momento se metía en él. Primero sacudía un ala, luego la otra, después zambullía la cabeza y se remojaba las plumas del pecho. Toda la cocina se iba salpicando de gotas de agua, pero él no quería salir del baño. Yo solía decirle: «Es más que suficiente. Lo que quieres ahora es que te miren». Y por fin, de un salto, salía del agua, y sosteniéndose con una pata se secaba con el pico, y al terminar se sacudía, movía las alas, ensayaba un gorjeo y levantando la cabeza... ¡Oh! No puedo ni siquiera recordarlo. Yo acostumbraba limpiar los cuchillos mientras tanto, me parecía que también los cuchillos cantaban a medida que se volvían relucientes.
...Me hacía compañía, ¿comprendes? Eso es lo que me hacía. La compañía más perfecta. Si has vivido sola, sabrás lo inapreciable que eso puede ser. Sin duda tenía también a mis tres muchachos que venían a cenar, y a veces se quedaban en casa leyendo los periódicos. Pero no podía suponer que ellos se interesaran en los detalles de mi vida cotidiana. ¿Por qué se iban a interesar? Yo no significaba nada para ellos: tanto es así, que una noche, en la escalera, oí que, hablando de mí, me llamaban «el adefesio». No importa. No tiene importancia, la más mínima importancia. Lo comprendo bien. Ellos son jóvenes. ¿Por qué me iba a incomodar? Pero me acuerdo de que aquella. noche me consoló pensar que no estaba sola del todo. En cuanto los muchachos salieron, le dije a mi canario: «¿Sabes cómo la llaman a tu señora?». Y él ladeó la cabeza, y me miró con su ojito reluciente, de tal forma que tuve que reírme. Parecía como si le hubiese divertido aquello.
...¿Has tenido pájaros alguna vez?... Si no has tenido nunca, quizá todo esto te parezca exagerado. La gente cree que los pájaros no tienen corazón, que son fríos, distintos de los perros y los gatos. Mi lavandera solía decirme cuando venía los lunes: «¿Por qué no tiene un foxterrier bonito? No consuela ni acompaña un canario». No es verdad, estoy segura. Me acuerdo de una noche que había tenido un sueño espantoso (a veces los sueños son terriblemente crueles) y, como que al cabo de un rato de haberme despertado no conseguía tranquilizarme, me puse la bata y bajé a la cocina para beber un vaso de agua. Era una noche de invierno y llovía mucho. Supongo que aún estaba medio dormida: pero, a través de la ventana sin postigo, me parecía que la oscuridad me miraba, me espiaba. Y de pronto sentí que era insoportable no tener a nadie a quien poder decir: «He soñado un sueño horrible» o «Protégeme de la oscuridad». Estaba tan asustada, que incluso me tapé un momento la cara con las manos. Y luego oí un débil «¡Tui-tuí!». La jaula estaba en la mesa, y el paño que la cubría había resbalado de forma que le entraba una rayita de luz. «¡Tui-tuí!», volvía a llamar mi pequeño y querido compañero, como si dijera dulcemente: «Aquí estoy, señora mía: aquí estoy». Aquello fue tan consolador que casi me eché a llorar.
...Pero ahora se ha ido. Nunca más tendré otro pájaro, otro ser querido. ¿Cómo podría tenerlo? Cuando lo encontré tendido en la jaula, con los ojos empañados y las patitas retorcidas, cuando comprendí que nunca más lo oiría cantar, me pareció que algo moría en mí. Me sentí un vacío en el corazón como si fuera la jaula de mi canario. Me iré resignando, seguramente: tengo que acostumbrarme. Con el tiempo todo pasa, y la gente dice que yo tengo un carácter jovial. Tienen razón. Doy gracias a Dios por habérmelo dado.
Sin embargo, a pesar de que no soy melancólica y de que no suelo dejarme llevar por los recuerdos y la tristeza, reconozco que hay algo triste en la vida. Es difícil definir lo que es. No hablo del dolor que todos conocemos, como son la enfermedad, la pobreza y la muerte, no: es otra cosa distinta. Está en nosotros profunda, muy profunda: forma parte de nuestro ser al modo de nuestra respiración. Aunque trabaje mucho y me canse, no tengo más que detenerme para saber que ahí está esperándome. A menudo me pregunto si todo el mundo siente eso mismo. ¿Quién lo puede saber? Pero ¿no es asombroso que, en su canto dulce y alegre, era esa tristeza, ese no sé qué lo que yo sentía?

FIN


viernes, 13 de julio de 2007

AZORÍN La Ruta del Quijote

José Augusto Trinidad Martínez Ruiz, más conocido por su seudónimo Azorín (Monóvar, España; 8/11 de junio de 1873 - Madrid, 2/4 de marzo 1967) fue un escritor español. Fue novelista, ensayista y el crítico literario español más importante de su tiempo.

Biografía

Su padre era natural de Yecla, Murcia, y militaba en el partido conservador (llegó a ser alcalde, diputado y seguidor de Romero Robledo). Ejercía de abogado en Monóvar; poseía una importante hacienda; la madre había nacido en Petrer. Era una familia tradicional burguesa y acomodada. Azorín fue el mayor de nueve hermanos. Estudió

bachillerato interno durante ocho años en el colegio de los Escolapios de Yecla, etapa que refleja en sus dos primeras novelas, de fuerte contenido autobiográfico. De 1888 a 1896 cursó derecho en Valencia, donde se interesa por el Krausismo y el anarquismo y se entrega a febriles lecturas literarias y políticas. Empiezan sus pinitos periodísticos. Usa los seudónimos de Fray José, en La Educación Católica de Petrer, Juan de Lis en El Defensor de Yecla etc. Escribe también en El Eco de Monóvar, El Mercantil Valenciano e incluso en El Pueblo, periódico de Vicente Blasco Ibáñez. Casi siempre hace crítica teatral de obras de fuerte contenido social (elogia las obras de Ángel Guimerá y Benito Pérez Galdós o el Juan José de Joaquín Dicenta) y ya refleja sus inclinaciones anarquistas. Traduce el drama La intrusa de Maurice Maeterlink, la conferencia del francés A. Hamon De la patria o Las prisiones del príncipe Kropotkin. En 1895 Azorín publica dos ensayos, Anarquistas literarias y Notas sociales, en las que presenta al público las principales teorías anarquistas.

Se examina en Granada y Salamanca, pero fue más estudiante que estudioso y más atento a las tertulias, al periodismo, al teatro, a la literatura y a los toros que a las leyes. Llegado el 25 de noviembre de 1896 a Madrid para seguir sus estudios, se inició en medio de grandes privaciones en el periodismo republicano (El País, de donde le echan; El Progreso, periódico de Alejandro Lerroux), recibiendo sólo el apoyo de Leopoldo Alas en uno de sus Paliques, e hizo de crítico y traductor. Usa los seudónimos de Cándido, en honor a Voltaire, Ahrimán, el dios persa de la destrucción, Charivari y Este, entre otros. Poco a poco su nombre aparece en revistas y periódicos cada vez más importantes: Revista Nueva, Juventud, Arte Joven, El Globo, Alma Española, España, El Imparcial, ABC. Al mismo tiempo va publicando folletos y libros. Escribe una trilogía de novelas autobiográficas donde ya utiliza su definitivo seudónimo, Azorín, que empezó a usar en 1904: La voluntad, Antonio Azorín y Las confesiones de un pequeño filósofo.

A partir de 1905 el pensamiento y la literatura de Azorín están ya instalados en el conservadurismo. Comienza a colaborar en ABC y participa activamente en la vida política. Antonio Maura, y sobre todo el ministro La Cierva, se convierten en sus máximos valedores. Entre 1907 y 1919 fue cinco veces diputado y dos breves temporadas (en 1917 y 1919) subsecretario de Instrucción pública. Viajó incansablemente por España y ahonda en la lectura de los clásicos del Siglo de Oro. El directorio militar de Primo de Rivera enfrió la actividad pública de Azorín, quien se niega a aceptar cargos políticos de manos del dictador. Reside en Francia con su esposa, Julia Guinda Urzanqui, durante la Guerra Civil, con pasaporte diplomático. En 1924 es elegido miembro de la Real Academia Española. En sus últimos años cultivó asiduamente la crítica cinematográfica.



La ruta de Don Quijote



ArribaAbajoDedicatoria

Al gran hidalgo don Silverio, residente en la noble, vieja, desmoronada y muy gloriosa villa del Toboso; poeta; autor de un soneto a Dulcinea; autor también de una sátira terrible contra los frailes; propietario de una colmena con una ventanita por la que se ve trabajar a las abejas.

AZORÍN.





ArribaAbajoI

La partida

Yo me acerco a la puerta y grito:

–¡ Doña Isabel! ¡Doña Isabel!

Luego vuelvo a entrar en la estancia y me siento con un gesto de cansancio, de tristeza y de resignación. La vida, ¿es una repetición monótona, inexorable, de las mismas cosas con distintas apariencias? Yo estoy en mi cuarto; el cuarto es diminuto; tiene tres o cuatro pasos en cuadro; hay en él una mesa pequeña, un lavabo, una cómoda, una cama. Yo estoy sentado junto a un ancho balcón que da a un patio; el patio es blanco, limpio, silencioso. Y una luz suave, sedante, cae a través de unos tenues visillos y baña las blancas cuartillas que destacan sobre la mesa. Yo vuelvo a acercarme a la puerta y torno a gritar:

–¡Doña Isabel! ¡Doña Isabel!

Y después me siento otra vez con el mismo gesto de cansancio, de tristeza y de resignación. Las cuartillas esperan inmaculadas los trazos de la pluma; en medio de la estancia, abierta, destaca una maleta. ¿Dónde iré yo, una vez más, como siempre, sin remedio ninguno, con mi maleta y mis cuartillas? Y oigo en el largo corredor unos pasos lentos, suaves. Y en la puerta aparece una anciana vestida de negro, limpia, pálida.

–Buenos días, Azorín.

–Buenos días, doña Isabel.

Y nos quedamos un momento en silencio. Yo no pienso en nada; yo tengo una profunda melancolía. La anciana mira inmóvil, desde la puerta, la maleta que aparece en el centro del cuarto.

–¿Se marcha usted, Azorín?

Yo le contesto:

–Me marcho, doña Isabel.

Ella replica:

–¿Dónde se va usted, Azorín? Yo le contesto:

–No lo sé, doña Isabel.

Y transcurre otro breve momento de un silencio denso, profundo. Y la anciana, que ha permanecido con la cabeza un poco baja, la mueve con un ligero movimiento, como quien acaba de comprender, y dice:

–¿Se irá usted a los pueblos, Azorín?

–Sí, sí, doña Isabel –le digo yo–; no tengo más remedio que marcharme a los pueblos.

Los pueblos son las ciudades y las pequeñas villas de La Mancha y de las estepas castellanas que yo amo; doña Isabel ya me conoce; sus miradas han ido a posarse en los libros y cuartillas que están sobre la mesa. Luego me ha dicho:

–Yo creo, Azorín, que esos libros y esos papeles que usted escribe le están a usted matando. Muchas veces –añade sonriendo– he tenido la tentación de quemarlos todos durante alguno de sus viajes.

Yo he sonreído también.

–¡Jesús, doña Isabel! –he exclamado fingiendo un espanto cómico–. ¡Usted no quiere creer que yo tengo que realizar una misión sobre la tierra!

–¡Todo sea por Dios! –ha replicado ella, que no comprende nada de esta misión.

Y yo, entristecido, resignado con esta inquieta pluma que he de mover perdurablemente y con estas cuartillas que he de llenar hasta el fin de mis días, he contestado:

–Sí, todo sea por Dios, doña Isabel.

Después ella junta sus manos con un ademán doloroso, arquea las cejas y suspira:

–¡Ay, Señor!

Y ya este suspiro que yo he oído tantas veces, tantas veces en los viejos pueblos, en los caserones vetustos, a estas buenas ancianas vestidas de negro; ya este suspiro me trae una visión neta y profunda de la España castiza. ¿Qué recuerda doña Isabel con este suspiro? ¿Recuerda los días de su infancia y de su adolescencia, pasados en alguno de estos pueblos muertos, sombríos? ¿Recuerda las callejuelas estrechas, serpenteantes, desiertas, silenciosas? ¿Y las plazas anchas, con soportales ruinosos, por las que de tarde en tarde discurre un perro o un vendedor se para y lanza un grito en el silencio? ¿Y las fuentes viejas, las fuentes de granito, las fuentes con un blasón enorme, con grandes letras, en que se lee el nombre de Carlos V o Carlos III? ¿Y las iglesias góticas, doradas, rojizas, con estas capillas de las Angustias, de los Dolores o del Santo Entierro, en que tanto nuestras madres han rezado y han suspirado? ¿Y las tiendecillas hondas, lóbregas, de merceros, de cereros, de talabarteros, de pañeros, con las mantas de vivos colores que flamean al aire? ¿Y los carpinteros –estos buenos amigos nuestros– con sus mazos que golpean sonoros? ¿Y las herrerías –las queridas herrerías– que llenan desde el alba al ocaso la pequeña y silenciosa ciudad con sus sones joviales y claros? ¿Y los huertos y cortinales que se extienden a la salida del pueblo, y por cuyas bardas asoma un oscuro laurel o un ciprés mudo, centenario, que ha visto indulgente nuestras travesuras de niño? ¿Y los lejanos majuelos a los que hemos ido de merienda en las tardes de primavera y que han sido plantados acaso por un anciano que tal vez no ha visto sus frutos primeros? ¿Y las vetustas alamedas de olmos, de álamos, de plátanos, por las que hemos paseado en nuestra adolescencia en compañía de Lolita, de Juana, de Carmencita o de Rosarito? ¿Y los cacareos de los gallos que cantaban en las mañanas radiantes y templadas del invierno? ¿Y las campanadas lentas, sonoras, largas, del vetusto reloj que oíamos desde las anchas chimeneas en las noches de invierno?

Yo le digo al cabo a doña Isabel:

–Doña Isabel, es preciso partir.

Ella contesta:

–Sí, sí, Azorín; si es necesario, vaya usted.

Después yo me quedo solo con mis cuartillas, sentado ante la mesa, junto al ancho balcón por el que veo el patio silencioso, blanco. ¿Es displicencia? ¿Es tedio? ¿Es deseo de algo mejor que no sé lo que es, lo que yo siento? ¿No acabará nunca para nosotros, modestos periodistas, este sucederse perdurable de cosas y de cosas? ¿No volveremos a oír nosotros, con la misma sencillez de los primeros años, con la misma alegría, con el mismo sosiego, sin que el ansia enturbie nuestras emociones, sin que el recuerdo de la lucha nos amargue, estos cacareos de los gallos amigos, estos sones de las herrerías alegres, estas campanadas del reloj venerable, que entonces escuchábamos? ¿Nuestra vida no es como la del buen caballero errante que nació en uno de estos pueblos manchegos? Tal vez, si, nuestro vivir, como el de don Alonso Quijano el Bueno, es un combate inacabable, sin premio, por ideales que no veremos realizados... Yo amo esa gran figura dolorosa que es nuestro símbolo y nuestro espejo. Yo voy –con mi maleta de cartón y mi capa– a recorrer brevemente los lugares que él recorriera.

Lector: perdóname; mi voluntad es serte grato; he escrito ya mucho en mi vida; veo con tristeza que todavía he de escribir otro tanto. Lector: perdóname; yo soy un pobre hombre que, en los ratos de vanidad, quiere aparentar que sabe algo, pero que en realidad no sabe nada.



ArribaAbajoII

En marcha

Estoy sentado en una vieja y amable casa, que se llama Fonda de la Xantipa; acabo de llegar –¡descubríos!– al pueblo ilustre de Argamasilla de Alba. En la puerta de mi modesto mechinal, allá en Madrid, han resonado esta mañana unos discretos golpecitos; me he levantado súbitamente; he abierto el balcón; aún el cielo estaba negro y las estrellas titileaban sobre la ciudad dormida. Yo me he vestido. Yo he bajado a la calle; un coche pasaba con un ruido lento, rítmico, sonoro. Esta es la hora en que las grandes urbes modernas nos muestran todo lo que tienen de extrañas, de anormales, tal vez de antihumanas. Las calles aparecen desiertas, mudas; parece que durante un momento, después de la agitación del trasnocheo, después de los afanes del día, las casas recogen su espíritu sobre sí mismas, y nos muestran en esta fugaz pausa, antes de que llegue otra vez el inminente tráfago diario, toda la frialdad, la impasibilidad de sus fachadas altas, simétricas, de sus hileras de balcones cerrados, de sus esquinazos y sus ángulos que destacan en un cielo que comienza poco a poco, imperceptiblemente, a clarear en lo alto...

El coche que me lleva corre rápidamente hacia la lejana estación. Ya en el horizonte comienza a surgir un resplandor mate, opaco; las torrecillas metálicas de los cables surgen rígidas; la chimenea de una fábrica deja escapar un humo denso, negro, que va poniendo una tupida gasa ante la claridad que nace por Oriente. Yo llego a la estación. ¿No sentís vosotros una simpatía profunda por las estaciones? Las estaciones, en las grandes ciudades, son lo que primero despierta todas las mañanas, a la vida inexorable y cuotidiana. Y son primero los faroles de los mozos que pasan, cruzan, giran, tornan, marchan de un lado para otro, a ras del suelo, misteriosos, diligentes, sigilosos. Y son luego las carretillas y diablas que comienzan a chirriar y gritar. Y después el estrépito sordo, lejano, de los coches que avanzan. Y luego la ola humana que va entrando por las anchas puertas, y se desparrama, acá y allá, por la inmensa nave. Los redondos focos eléctricos, que han parpadeado toda la noche, acaban de ser apagados; suenan los silbatos agudos de las locomotoras; en el horizonte surgen los resplandores rojizos, nacarados, violetas, áureos, de la aurora. Yo he contemplado este ir y venir, este trajín ruidoso, este despertar de la energía humana. El momento de sacar nuestro billete correspondiente es llegado ya. ¿Cómo he hecho yo una sólida, una sincera amistad –podéis creerlo– con este hombre sencillo, discreto y afable, que está a par de mí, junto a la ventanilla?

–¿Va usted –le he preguntado yo– a Argamasilla de Alba?

–Sí –me ha contestado él–; yo voy a Cinco Casas.

Yo me he quedado un poco estupefacto. ¿Si este hombre sencillo e ingenuo –he pensado– va a Cinco Casas, cómo puede ir a Argamasilla? Y luego en voz alta he dicho cortésmente:

–Permítame usted: ¿cómo es posible ir a Argamasilla y a Cinco Casas?

Él se ha quedado mirándome un momento en silencio; indudablemente yo era un hombre colocado fuera de la realidad. Y al fin ha dicho:

–Argamasilla es Cinco Casas; pero todos le llamamos Cinco Casas...

Todos ha dicho mi nuevo amigo. ¿Habéis oído bien? ¿Quiénes son todos? Vosotros sois ministros; ocupáis los Gobiernos civiles de las provincias; estáis al frente de los grandes organismos burocráticos; redactáis los periódicos; escribís libros; pronunciáis discursos; pintáis cuadros; hacéis estatuas... y un día os metéis en el tren, os sentáis en los duros bancos de un coche de tercera, y descubrís –profundamente sorprendidos– que todos no sois vosotros (que no sabéis que Cinco Casas da lo mismo que Argamasilla), sino que todos es Juan, Ricardo, Pedro, Roque, Alberto, Luis, Antonio, Rafael, Tomás, es decir, el pequeño labriego, el carpintero, el herrero, el comerciante, el industrial, el artesano. Y ese día –no lo olvidéis– habéis aprendido una enorme, una eterna verdad...

Pero el tren va a partir ya en este momento; el coche está atestado. Yo veo una mujer que solloza y unos niños que lloran (porque van a embarcarse en un puerto mediterráneo para América); veo unos estudiantes que, en el departamento de al lado, cantan y gritan; veo, en un rincón, acurrucado, junto a mí, un hombre diminuto y misterioso, embozado en una capita raída, con unos ojos que brillan –como en ciertas figuras de Goya– por debajo de las anchas y sombrosas alas de su chapeo. Mi nuevo amigo es más comunicativo que yo; pronto entre él y el pequeño viajero enigmático se entabla un vivo diálogo. Y lo primero que yo descubro es que este hombre hermético tiene frío; en cambio, mi compañero no lo tiene. ¿Comprendéis los antagonismos de la vida? El viajero embozado es andaluz; mi flamante amigo es castizo manchego.

–Yo –dice el andaluz– no he encontrado en Madrid el calor.

–Yo –replica el manchego– no he sentido el frío.

He aquí –pensáis vosotros, si sois un poco dados a las especulaciones filosóficas–: he aquí explicadas la diversidad y la oposición de todas las éticas, de todos los derechos, de todas las estéticas que hay sobre el planeta. Y luego os ponéis a mirar el paisaje; ya es día claro; ya una luz clara, limpia, diáfana, llena la inmensa llanura amarillenta; la campiña se extiende a lo lejos en suaves ondulaciones de terreros y oteros. De cuando en cuando se divisan las paredes blancas, refulgentes de una casa; se ve perderse a lo lejos, rectos, inacabables, los caminos. Y una cruz tosca de piedra tal vez nos recuerda, en esta llanura solitaria, monótona, yerma, desesperante, el sitio de una muerte, de una tragedia. Y lentamente el tren arranca con un estrépito de hierros viejos. Y las estaciones van pasando, pasando; todo el paisaje que ahora vemos es igual que el paisaje pasado; todo el paisaje pasado es el mismo que el que contemplaremos dentro de un par de horas. Se perfilan en la lejanía radiante las lomas azules; acaso se columbra el chapitel negro de un campanario; una picaza revuela sobre los surcos rojizos o amarillentos; van lentas, lentas por el llano inmenso las yuntas que arrastran el arado. Y de pronto surge en la línea del horizonte un molino que mueve locamente sus cuatro aspas. Y luego pasamos por Alcázar; otros molinos vetustos, épicos, giran y giran. Ya va entrando la tarde; el cansancio ha ganado ya vuestros miembros. Pero una voz acaba de gritar:

–¡Argamasilla, dos minutos!

Una sacudida nerviosa nos conmueve. Hemos llegado al término de nuestro viaje. Yo contemplo en la estación una enorme diligencia –una de estas diligencias que encantan a los viajeros franceses–; junto a ella hay un coche, un coche venerable, un coche simpático, uno de estos coches de pueblo en que todos –indudablemente– hemos paseado siendo niños. Yo pregunto a un mozuelo que a quién pertenece este coche.

–Este coche –me dice él– es de la Pacheca.

Una dama fina, elegante, majestuosa, enlutada, sale de la estación y sube en este coche. Ya estamos en pleno ensueño. ¿No os ha desatado la fantasía la figura esbelta y silenciosa de esta dama, tan española, tan castiza, a quien tan española y castizamente se le acaba de llamar la Pacheca?

Ya vuestra imaginación corre desvariada. Y cuando tras largo caminar en la diligencia por la llanura entráis en la villa ilustre; cuando os habéis aposentado en esta vieja y amable fonda de la Xantipa; cuando, ya cerca de la noche, habéis trazado rápidamente unas cuartillas, os levantáis de ante la mesa, sintiendo un feroz apetito, y decís a estas buenas mujeres que andan por estancias y pasillos:

–Señoras mías, escuchadme un momento. Yo les agradecería a vuesas mercedes un poco de salpicón, un poco de duelos y quebrantos, algo acaso de alguna olla modesta en que haya «más berza que carnero».

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viernes, 29 de junio de 2007


Mansilla, Lucio V. (1831 – 1913)

Escritor argentino. Hijo del general de su mismo nombre y de doña Agustina Ortiz de Rosas, hermana de don Juan Manuel, el general Lucio V. Mansilla nació en Buenos Aires el 23 de diciembre de 1831.
Desde muy tierna edad y al calor de las coloniales costumbres de nuestros hogares patricios le fue dado asomarse a la vida social y política que rodeaba al Restaurador. A los diecisiete años hace su primer salida por el mundo viajando a la India sin compañía de familiares. Vuelve al país en la víspera de Caseros, y a raíz de la caída de Rosas, es decir, cuando contaba apenas veinte años. Vuelve a tomar el camino de los mares, esta vez con su padre.
Muy joven empieza a mostrar aficiones de observador inquieto y curioso de hombres y cosas, para tales aptitudes su vida aventurera y activa presenta un riquísimo campo. Ya hombre, recurriendo a su prodigiosa memoria como quien hojea un libro de estampas, nos relata con peculiar estilo escenas pintorescas animadas con destacados personajes de la época. Sobre ellos se desliza su penetrante mirada psicológica y entre ellos casi siempre se cuela el propio autor con original personalidad.
De vuelta en buenos Aires se alista del lado de Urquiza y la Confederación; es desterrado del estado y se instala en Paraná. Allí es secretario de Del Carrillo y diputado suplente por Santiago del estero. Logra conquistar amplias simpatías entre los hombres del Congreso. Más tarde se enrola en el ejército siendo herido en Curupaytí.
Uno de los primeros actos de gobierno de Sarmiento, de cuya candidatura había sido activo gestor, es ascenderlo a coronel el 20 de octubre de 1868. Terminada la campaña del Paraguay es nombrado jefe de la frontera en Río Cuarto, desde cuyo fortín emprende la campaña contra los indios. Con tal motivo escribió uno de sus libros más celebrados: Una excursión a los indios ranqueles.
La mayor popularidad como político adquiérela siendo diputado durante el gobierno de Juárez Celman y presidente de la misma cámara en el 90. Con la caída del juarizmo se esfuman sus últimas esperanzas de alcanzar más altas posiciones y se retira del escenario político. De aquella época nos queda Entre nos (Causeries), que fue apareciendo en el periódico "Sud América" y llegó a constituir un conjunto de cinco volúmenes. Verdaderas charlas por su desorden y estilo fragmentario, tienen toda la gracia y la chispa de su conversación mechada de anécdotas y sabrosas aunque ligeras reflexiones.
Alcanzó el grado de general de división, desempeñó nuestra representación diplomática en Berlín y durante sus último años viajó por Europa muriendo en París el 9 de octubre de 1913. Sus restos fueron trasladados a Buenos Aires.
Aparte de los libros ya mencionados cabe citar Retratos y recuerdos, Máximas y pensamientos, Rosas y otros varios sobre cuestiones constitucionales y militares.

Una excursión a los indios ranqueles

( 1870 )
Fuente: Tercera edición, Juan A. Alsina editor, Buenos Aires, 1890.

I.

Dedicatoria. Aspiraciones de un tourist . Los gustos con el tiempo. Por qué se pelea un padre con un hijo. Quiénes son los ranqueles. Un tratado internacional con los indios. Teoría de los extremos. Dónde están las fronteras de Córdoba y campos entre los ríos Cuarto y Quinto. De dónde parte el camino del Cuero.


No sé dónde te hallas, ni dónde te encontrará esta carta y las que le seguirán, si Dios me da vida y salud.
Hace bastante tiempo que ignoro tu paradero, que nada sé de ti; y sólo porque el corazón me dice que vives, creo que continúas tu peregrinación por este mundo, y no pierdo la esperanza de comer contigo, a la sombra de un viejo y carcomido algarrobo, o entre las pajas al borde de una laguna, o en la costa de un arroyo, un churrasco de guanaco, o de gama, o de yegua, o de gato montés, o una picana de avestruz, boleado por mí, que siempre me ha parecido la más sabrosa.
A propósito de avestruz, después de haber recorrido la Europa y la América, de haber vivido como un marqués en París y como un guaraní en el Paraguay; de haber comido mazamorra en el Río de la Plata, charquicán en Chile, ostras en Nueva York, macarroni en Nápoles, trufas en el Périgord, chipá en la Asunción, recuerdo que una de las grandes aspiraciones de tu vida era comer una tortilla de huevos de aquella ave pampeana en Nagüel Mapo, que quiere decir "Lugar del Tigre".
Los gustos se simplifican con el tiempo, y un curioso fenómeno social se viene cumpliendo desde que el mundo es mundo. El macrocosmo, o sea el hombre colectivo, vive inventando placeres, manjares, necesidades, y el microcosmo, o sea el hombre individual, pugnando por emanciparse de las tiranías de la moda y de la civilización.
A los veinticinco años, somos víctimas de un sinnúmero de superfluidades. No tener guantes blancos, frescos como una lechuga, es una gran contrariedad, y puede ser causa de que el mancebo más cumplido pierda casamiento. ¡Cuántos dejaron de comer muchas veces, y sacrificaron su estómago en aras del buen tono!
A los cuarenta años, cuando el cierzo y el hielo del invierno de la vida han comenzado a marchitar la tez y a blanquear los cabellos, las necesidades crecen, y por un bote de cold cream, o por un paquete de cosmético, ¿qué no se hace?
Más tarde, todo es lo mismo; con guantes o si guantes, con retoques o sin ellos, "la mona aunque se vista de seda mona se queda".
Lo más sencillo, lo más simple, lo más inocente es lo mejor: nada de picantes, nada de trufas. El puchero es lo único que no hace daño, que no indigesta, que no irrita.
En otro orden de ideas, también se verifica el fenómeno. Hay razas y naciones creadoras, razas y naciones destructoras. Y, sin embargo, en el irresistible corso e ricorso de los tiempos y de la humanidad, el mundo marcha; y una inquietud febril mece incesantemente a los mortales de perspectiva en perspectiva, sin que el ideal jamás muera.
Pues, cortando aquí el exordio, te diré, Santiago amigo, que te he ganado de mano.
Supongo que no reñirás por esto conmigo, dejándote dominar por un sentimiento de envidia.
Ten presente que una vez me dijiste, censurando a tu padre, con quien estabas peleado:
-¿Sabes por qué razón el viejo está mal conmigo? Porque tiene envidia de que yo haya estado en el Paraguay, y él no.
Es el caso que mi estrella militar me ha deparado el mando de las fronteras de Córdoba, que eran la más asoladas por los ranqueles.
Ya sabes que los ranqueles son esas tribus de indios araucanos, que habiendo emigrado en distintas épocas de la falda occidental de la cordillera de los Andes a la oriental, y pasado los ríos Negro y Colorado, han venido a establecerse entre el Río Quinto y el Río Colorado, al naciente del río Chalileo.
Últimamente celebré un tratado de paz con ellos, que el Presidente aprobó, con cargo de someterlo al Congreso.
Yo creía que siendo un acto administrativo no era necesario.
¿Qué sabe un pobre coronel de trotes constitucionales?
Aprobado el tratado en esa forma, surgieron ciertas dificultades relativas a su ejecución inmediata.
Esta circunstancia por un lado, por otro cierta inclinación a las correrías azarosas y lejanas; el deseo de ver con mis propios ojos ese mundo que llaman Tierra Adentro, para estudiar sus usos y costumbres, sus necesidades, sus ideas, su religión, su lengua, e inspeccionar yo mismo el terreno por donde alguna vez quizá tendrán que marchar las fuerzas que están bajo mis órdenes -he ahí lo que me decidió no ha mucho y contra el torrente de algunos hombres que se decían conocedores de los indios, a penetrar hasta sus tolderías y a comer primero que tú en Nagüel Mapo una tortilla de huevo de avestruz.
Nuestro inolvidable amigo Emilio Quevedo, solía decirme cuando vivíamos juntos en el Paraguay, vistiendo el ligero traje de los criollos e imitándolos en cuanto nos lo permitían nuestra sencillez y facultades imitativas: -¡Lucio, después de París, la Asunción! Yo digo: -Santiago, después de una tortilla de huevos de gallina frescos, en el Club del Progreso, una de avestruz en el toldo de mi compadre el cacique Baigorrita.
Digan lo que quieran, si la felicidad existe, si la podemos concretar y definir, ella está en los extremos. Yo comprendo las satisfacciones del rico y las del pobre; las satisfacciones del amor y del odio; las satisfacciones de la oscuridad y las de la gloria. Pero ¿quién comprende las satisfacciones de los términos medios; las satisfacciones de la indiferencia; las satisfacciones de ser cualquier cosa?
Yo comprendo que haya quien diga: -Me gustaría ser Leonardo Pereira, potentado del dinero.
Pero que haya quien diga: -Me gustaría ser el almacenero de enfrente, don Juan o don Pedro, un nombre de pila cualquiera, sin apellido notorio -eso no.
Y comprendo que haya quien diga: -Yo quisiera ser limpiabotas o vendedor de billetes de lotería.
Yo comprendo el amor de Julieta y Romeo, como comprendo el odio de Silva por Hernani, y comprendo también la grandeza del perdón.
Pero no comprendo esos sentimientos que no responden a nada enérgico, ni fuerte, a nada terrible o tierno.
Yo comprendo que haya en esta tierra quien diga: -Yo quisiera ser Mitre, el hijo mimado de la fortuna y de la gloria, o sacristán de San Juan.
Pero que haya quien diga: -Yo quisiera ser el coronel Mansilla -eso no lo entiendo, porque al fin, ese mozo ¿quién es?
Al general Arredondo, mi jefe inmediato entonces, le debo, querido Santiago, el placer inmenso de haber comido una tortilla de huevos de avestruz en Nagüel Mapo, de haber tocado los extremos una vez más. Si él me niega la licencia, me quedo con las ganas, y no te gano la delantera.
Siempre le agradeceré que haya tenido conmigo esa deferencia, y que me manifestara que creía muy arriesgada mi empresa, probándome así que mi suerte no le era indiferente. Sólo los que no son amigos pueden conformarse con que otro muera estérilmente... y en la oscuridad.
La nueva línea de fronteras de la provincia de Córdoba no está ya donde tú la dejaste cuando pasaste para San Luis, en donde tuviste la fortuna de conocer aquel tipo que te decía un día en el Morro: -Yo no deseo, señor don Santiago, visitar la Europa por conocer el Cristal Palais ni el Buckingham Palace, ni las Tullerías, ni el London Tunnel, sino por ver ese Septentrión, ¡ese Septentrión
Está la nueva línea sobre el Río Quinto, es decir, que ha avanzado veinticinco leguas, y que al fin se puede cruzar del Río Cuarto a Achiras sin hacer testamento y confesarse.
Muchos miles de leguas cuadradas se han conquistado.
¡Qué hermosos campos para cría de ganados son los que se hallan encerrados entre el Río Cuarto y Río Quinto!
La cebadilla, el potrillo, el trébol, la gramilla, crecen frescos y frondosos entre el pasto fuerte; grandes cañadas como la del Gato, arroyos caudalosos y de largo curso como Santa Catalina y Sampacho, lagunas inagotables y profundas como Chemeco, Tarapendá y Santo Tomé constituyen una fuente de riqueza de inestimable valor.
Tengo en borrador el croquis topográfico, levantado por mí, de ese territorio inmenso, desierto, que convida a la labor y no tardaré en publicarlo, ofreciéndoselo con una memoria a la industria rural.
Más de seis mil leguas he galopado en año y medio para conocerlo y estudiarlo.
No hay un arroyo, no hay un manantial, no hay una laguna, no hay un monte, no hay un médano donde no haya estado personalmente para determinar yo mismo su posición aproximada y hacerme baqueano, comprendiendo que el primer deber de un soldado es conocer palmo a palmo el terreno donde algún día ha de tener necesidad de operar.
¿Puede haber papel más triste que el de un jefe con responsabilidad, librado a un pobre paisano, que lo guiará bien, pero que no le sugerirá pensamiento estratégico alguno?
La nueva frontera de Córdoba comienza en la raya de San Luis, casi en el meridiano que pasa por Achiras, situado en los últimos dobleces de la sierra, y costeando el Río Quinto se prolonga hasta la Ramada Nueva, llamada así por mí, y por los ranqueles Trapalcó, que quiere decir agua de totora, Trapal es totora, y co , agua.
La Ramada Nueva son los desagües del Río Quinto vulgarmente denominados la Amarga.
De la Ramada Nueva, y buscando la derecha de la frontera sur de Santa Fe, sigue la línea por la Laguna Nº 7, llamada así por los cristianos, y por los ranqueles Potálauquen, es decir, laguna grande: potá es grande y lauquén, laguna.
Siguiendo el juicioso plan de los españoles, yo establecí esta frontera colocando los fuertes principales en la banda sur del Río Quinto.
En la frontera internacional esto habría sido un error militar, pues los obstáculos deben siempre dejarse a vanguardia para que el enemigo sea quien los supere primero.
Pero en la guerra con los indios el problema cambia de aspecto, lo que hay que aumentarle a este enemigo no son los obstáculos para entrar, sino los obstáculos para salir.
El punto fuerte principal de la nueva línea de frontera sobre el Río Quinto se llama Sarmiento. De allí arranca el camino que por Laguna del Cuero, famosa para los cristianos, conduce a Leubucó, centro de las tolderías ranquelinas.
De allí emprendí mi marcha.
Mañana continuaré.
Hoy he perdido tiempo en ciertos detalles creyendo que para ti no carecerían de interés.
Si al público a quien le estoy mostrando mi carta le sucediese lo mismo, me podría acostar a dormir tranquilo y contento como un colegial que ha estudiado bien su lección y la sabe.
¿Cómo saberlo?
Tantas veces creemos hacer reír con un chiste y el auditorio no hace ni un gesto.
Por eso toda la sabiduría humana está encerrada en la inscripción del templo de Delfos.

II.

Deseos de un viaje a los ranqueles. Una china y un bautismo. Peligros de la diplomacia militar con los indios. El indio Linconao. Mañas de los indios. Efectos del deber sobre el temperamento. ¿Qué es un parlamento? Desconfianza de los indios para beber y fumar. Sus preocupaciones al comer y beber. Un lenguaraz. Cuánto dura un parlamento y qué se hace con él. Linconao atacado de las viruelas. Efecto de la viruela en los indios. Gratitud de Linconao. Reserva de un fraile.

Hacía ya mucho tiempo que yo rumiaba el pensamiento de ir a Tierra Adentro.
El trato con los indios que iban y venían al Río Cuarto, con motivo de las negociaciones de paz entabladas, había despertado en mí una indecible curiosidad.
Es menester haber pasado por ciertas cosas, haberse hallado en ciertas posiciones, para comprender con qué vigor se apoderan ciertas ideas de ciertos hombres; para comprender que una misión a los ranqueles puede llegar a ser para un hombre como yo, medianamente civilizado, un deseo tan vehemente, como puede ser para cualquier ministeril una secretaría en la embajada de París.
El tiempo, ese gran instrumento de las empresas buenas y malas, cuyo curso quisiéramos precipitar, anticipándonos a los sucesos para que éstos nos devoren o nos hundan, me había hecho contraer ya varias relaciones, que puedo llamar íntimas.
La china Carmen, mujer de veinticinco años, hermosa y astuta, adscrita a una comisión de las últimas que anduvieron en negociados conmigo, se había hecho mi confidente y amiga, estrechándose estos vínculos con el bautismo de una hijita mal habida que la acompañaba y cuya ceremonia se hizo en el Río Cuarto con toda pompa, asistiendo un gentío considerable y dejando entre los muchachos un recuerdo indeleble de mi magnificencia, a causa de unos veinte pesos bolivianos que cambiados en medios y reales arrojé a la manchancha esa noche inolvidable, al son de los infalibles gritos: ¡padrino pelado!
Sólo quien haya tenido ya el gusto de ser padrino, comprenderá que noches de ese género pueden ser realmente inolvidables para un triste mortal sin antecedentes históricos, sin títulos para que su nombre pase a la posteridad, grabándose con caracteres de fuego en el libro de oro de la historia.
¡Ah!, tú has sido padrino pelado alguna vez, y me comprenderás.
Carmen no fue agregada sin objeto a la comisión o embajada ranquelina en calidad de lenguaraz, que vale tanto como secretario de un ministro plenipotenciario.
Mariano Rosas ha estudiado bastante el corazón humano, como que no es un muchacho; conoce a fondo las inclinaciones y gustos de los cristianos, y por un instinto que es de los pueblos civilizados y de los salvajes, tiene mucha confianza en la acción de la mujer sobre el hombre, siquiera esté ésta reducida a una triste condición.
Carmen fue despachada, pues, con su pliego de instrucciones oficiales y confidenciales por el Talleyrand del desierto, y durante algún tiempo se ingenió con bastante habilidad y maña. Pero no con tanta que yo no me apercibiese, a pesar de mi natural candor, de lo complicado de su misión, que de haber dado con otro Hernán Cortés habría podido llegar a ser peligrosa y fatal para mí, desacreditando gravemente mi gobierno fronterizo.
Pasaré por alto una infinidad de detalles, que te probarían hasta la evidencia todas las seducciones a que está expuesta la diplomacia de un jefe de fronteras, teniendo que habérselas con secretarios como mi comadre; y te diré solamente que esta vez se le quemaron los libros de su experiencia a Mariano, siendo Carmen misma la que me inició en los secretos de su misión.
El hecho es que nos hicimos muy amigos, y que a sus buenos informes del compadre debo yo en parte el crédito de que llegué precedido cuando hice mi entrada triunfal en Leubucó.
Otra conexión íntima contraje también durante las últimas negociaciones.
El cacique Ramón, jefe de las indiadas del Rincón, me había enviado su hermano mayor, como muestra de su deseo de ser mi amigo.
Linconao, que así se llama, es un indiecito de unos veintidós años, alto, vigoroso, de rostro simpático, de continente airoso, de carácter dulce, y que se distingue de los demás indios en que no es pedigüeño .
Los indios viven entre los cristianos fingiendo pobrezas y necesidades, pidiendo todos los días; y con los mismos preámbulos y ceremonias piden una ración de sal, que un poncho fino o un par de espuelas de plata.
Tener que habérselas con una comisión de estos sujetos, para un jefe de frontera, presupone tener que perder todos los días unas cuatro horas en escucharles.
Yo, que por mi temperamento sanguíneo-bilioso no soy muy pacienzudo que digamos, he descubierto con este motivo que el deber puede modificar fundamentalmente la naturaleza humana.
En algunos parlamentos de los celebrados en el Río Cuarto, más de una vez derroté a mis interlocutores, cuyo exordio sacramental era: -Para tratar con los indios se necesita mucha paciencia, hermano.
No sé si tenéis idea de lo que es un parlamento en tierra de cristianos; y digo en tierra de cristianos, porque en tierra de indios, el ritual es diferente.
Un parlamento es una conferencia diplomática.
La comisión se manda anunciar anticipadamente con el lenguaraz. Si la componen veinte individuos, los veinte se presentan.
Comienzan por dar la mano por turno de jerarquía y en esa forma, se sientan, con bastante aplomo, en las sillas o sofás que se les ofrecen.
El lenguaraz, es decir, el intérprete secretario, ocupa la derecha del que hace cabeza.
Habla éste y el lenguaraz traduce, siendo de advertir que aunque el plenipotenciario entienda el castellano y lo hable con facilidad, no se altera la regla.
Mientras se parlamenta hay que obsequiar a la comisión con licores y cigarros.
Los indios no rehusan jamás beber, y cigarros, aunque no los fumen sobre tablas, reciben mientras les den.
Pero no beben ni fuman cuando no tienen confianza plena en la buena fe del que les obsequia, hasta que éste no lo haya hecho primero.
Una vez que la confianza se ha establecido cesan las precauciones, y echan al estómago el vaso de licor que se les brinda, sin más preámbulos que el de sus preocupaciones.
Una de ellas estriba en no comer ni beber cosa alguna, sin antes ofrecerle las primicias al genio misterioso en que creen y al que adoran sin tributarle culto exterior.
Consiste esta costumbre en tomar con el índice y el pulgar un poco de la cosa que deben tragar o beber y en arrojarla a un lado, elevando la vista al cielo y exclamando: ¡Para Dios!
Es una especie de conjuro. Ellos creen que el díablo, Gualicho , está en todas partes, y que dándole lo primero a Dios, que puede más que aquél, se hace el exorcismo.
El parlamento se inicia con una serie inacabable de salutaciones y preguntas, como verbigracia: -¿Cómo está usted? ¿Cómo están sus jefes, oficiales y soldados? ¿Cómo le ha ido a usted desde la última vez que nos vimos? ¿No ha habido alguna novedad en la frontera? ¿No se le han perdido algunos caballos?
Después siguen los mensajes, como por ejemplo: -Mi hermano, o mi padre, o mi primo, me han encargado le diga a usted que se alegrará que esté usted bueno en compañía de todos sus jefes, oficiales y soldados; que desea mucho conocerle; que tiene muy buenas noticias de usted; que ha sabido que desea usted la paz y que eso prueba que cree en Dios y que tiene un excelente corazón.
A veces cada interlocutor tiene su lenguaraz, otras es común.
El trabajo del lenguaraz es ímprobo en el parlamento más insignificante. Necesita tener una gran memoria, una garganta de privilegio y muchísima calma y paciencia.
¡Pues es nada antes de llegar al grano tener que repetir diez o veinte veces lo mismo!
Después que pasan los saludos, cumplimientos y mensajes, se entra a ventilar los negocios de importancia, y una vez terminados éstos, entra el capítulo quejas y pedidos, que es el más fecundo.
Cualquier parlamento dura un par de horas, y suele suceder al rato de estar en él, que varios de los interlocutores están roncando. Como el único que tiene responsabilidad en lo que se ventila es el que hace cabeza, después que cada uno de los que le acompañan ha sacado su piltrafa, ya la cosa ni le interesa ni le importa y, no pudiendo retirarse, comienza a bostezar y acaba por dormirse, hasta que el plenipotenciario, apercibiéndose del ridículo, pide permiso para terminar y retirarse, prometiendo volver muy pronto, pues tiene muchas cosas más que decir aún.
Linconao fue atacado fuertemente de las viruelas, al mismo tiempo que otros indios.
Trajéronme el aviso, y siendo un indio de importancia que me estaba muy recomendado y que por sus prendas y carácter me había caído en gracia, fuime en el acto a verle.
Los indios habían acampado en tiendas de campaña que yo les había dado, sobre la costa de un lindo arroyo tributario del Río Cuarto.
En un albardón verde y fresco, pintado de flores silvestres, estaban colocadas las tiendas en dos filas, blanqueando risueñamente sobre el campestre tapete.
Todos ellos me esperaban mustios, silenciosos y aterrados, contrastando el cuadro humano con el de la riente naturaleza y la galanura del paisaje.
Linconao y otros indios yacían en sus tiendas revolcándose en el suelo con la desesperación de la fiebre; sus compañeros permanecían a la distancia, en un grupo, sin ser osados a acercarse a los virulentos y mucho menos a tocarles.
Detrás de mí iba una carretilla ex profeso.
Acerquéme primero a Linconao y después a los otros enfermos; habléles a todos animándolos, llamé a algunos de sus compañeros para que me ayudaran a subirlos al carro; pero ninguno de ellos obedeció, y tuve que hacerlo yo mismo con el soldado que lo tiraba.
Linconao estaba desnudo y su cuerpo invadido de la peste con una virulencia horrible.
Confieso que al tocarle sentí un estremecimiento semejante al que conmueve la frágil y cobarde naturaleza cuando acometemos un peligro cualquiera.
Aquella piel granulenta al ponerse en contacto con mis manos me hizo el efecto de una lima envenenada.
Pero el primer paso estaba dado y no era noble, ni digno, ni humano, ni cristiano, retroceder, y Linconao fue alzado a la carretilla por mí, rozando su cuerpo mi cara.
Aquel fue un verdadero triunfo de la civilización sobre la barbarie; el cristianismo sobre la idolatría.
Los indios quedaron profundamente impresionados; se hicieron lenguas alabando mi audacia y llamáronme su padre.
Ellos tienen un verdadero terror pánico a la viruela, que sea por circunstancias cutáneas o por la clase de su sangre, los ataca con furia mortífera.
Cuando en Tierra Adentro aparece la viruela, los toldos se mudan de un lado al otro, huyendo las familias despavoridas a largas distancias de los lugares infestados.
El padre, el hijo, la madre, las personas más queridas son abandonadas a su triste suerte, sin hacer más en favor de ellas que ponerles alrededor del lecho agua y alimentos para muchos días.
Los pobres salvajes ven en la viruela un azote del cielo, que Dios les manda por sus pecados.
He visto numerosos casos y son rarísimos los que se han salvado, a pesar de los esfuerzos de un excelente facultativo, el doctor Michaut, cirujano de mi División.
Linconao fue asistido en mi casa, cuidándolo una enfermera muy paciente y cariñosa, interesándose todos en su salvación, que felizmente conseguimos.
El cacique Ramón me ha manifestado el más ardiente agradecimiento por los cuidados tributados a su hermano, y éste dice que después de Dios, su padre soy yo, porque a mí me debe la vida.
Todas estas circunstancias, pues, agregadas a las consideraciones mentadas en mi carta anterior, me empujaban al desierto.
Cuando resolví mi expedición, guardé el mayor sigilo sobre ella.
Todos vieron los preparativos, todos hacían conjeturas, nadie acertó.
Sólo un fraile amigo conocía mi secreto.
Y esta vez no sucedió lo que debiera haber sucedido de ser cierto el dicho del moralista: Lo que uno no quiere que se sepa no debe decirse.
Es que la humanidad, por más que digan, tiene muchas buenas cualidades, entre ellas, la reserva y la lealtad.
Supongo que serás de mi opinión, y con esto me despido hasta mañana.

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